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Opinión: “Decíamos ayer…”

Merengues y garbanzos

  • Artículo publicado en 1984 en El Correo de Zamora

lunes 29 de enero de 2018, 12:45h
Merengues y garbanzos

Por Concha Pelayo (*)

29ENE18 – ZAMORA.- Éramos todos muy pequeños. Estábamos en época escolar. Aquella luminosa mañana de primavera reinaba un gran nerviosismo entre los mayores. El general Franco iba a venir a inaugurar yo no sabía qué. Todos los niños íbamos vestidos con faldas o pantaloncitos azul marino y con camisas blancas. En nuestras manos portábamos banderines.

Merengues y garbanzos

Allí, en la carretera, a unos kilómetros del pueblo, habíamos ido todos los niños, en fila, acompañados de nuestros maestros para ver llegar la comitiva y darle, con nuestra presencia, mayor realce y calor.

La caravana no se hizo esperar. Motoristas y más motoristas en primer lugar, haciendo gran ruido de motores, anunciaban que se aproximaba Franco. Los coches, negros y relucientes, todos con banderita flotando al aire pasaban veloces rozando los bordes de las polvorientas cunetas, instando a las gentes a que se apartaran. En uno de aquellos coches iba Franco. Los mayores gritaban y los niños también: ¡Franco, Franco, Franco; Viva, viva!!!

Todo el mundo, ya sin orden, corría hacia el pueblo en pos de la comitiva. Una vez allí, nos agolpábamos en torno al hotel donde Franco iba alojarse.

Yo no sé cómo, pero de pronto me vi. agarrada de la mano de mi padre. Estábamos en primera fila. Mi padre llevaba cogido a mi hermano menor. Yo le llegaba a la altura del muslo. No tendría más de 5 ó 6 años.

La gente gritaba enardecida. Yo veía a mi padre muy emocionado. Me decía: “Estate atenta que ahora vamos a ver a Franco”.

Yo permanecía callada y pensativa. Momentos antes había visto a un grupo de gitanos entre el gentío y unos guardias, con muy malos modos, los habían echado de allí en medio de grandes amenazas. Ellos se alejaron callados y tristes. Era una familia que tenía la costumbre de acampar con bastante frecuencia en un corralón cercano a la iglesia y que también había acudido, por curiosidad, a ver qué ocurría. Se ve que no querían que los viera Franco, –pensaba yo- tan sucios como iban.

Yo seguía haciéndome mis reflexiones. Me decía, “seguro que Franco no comerá garbanzos”. Yo, entonces, debía estar muy familiarizada con ellos. No sé porqué imaginaba que en las mesas de gentes tan importantes sólo debía haber enormes tartas y gigantescos brazos de gitano cubiertos de merengue. (No iba muy desencaminada por lo que más adelante referiré)

Por fin y en medio de un griterío ensordecedor, apareció por una de las puertas del hotel, la principal, Franco. Iba vestido de militar, llevaba una banda color fresa cruzándole el pecho. Era regordete, tenía bigote y sonreía. ¡ Claro, pero si es el mismo señor que hay en un retrato en la escuela, junto al Crucifijo!, me dije, muy satisfecha de haberlo reconocido enseguida.

Franco hacía gestos con las manos y sonreía, sonreía. Creo que estaba pronunciando un discurso, pero yo no lo escuchaba. Yo solamente pensaba en lo importantísimo que debía sentirse pues veía cómo lo respetaba y quería todo el mundo. Y mi padre, qué contento parecía estar.

Yo seguía pensando en los gitanos y en los garbanzos. Estos dos pensamientos se me cruzaban. Y me decía de nuevo, ya convencida: “Estoy segurísima de que Franco no había visto los garbanzos en su vida”.

Ya por la tarde, seguía el mismo revuelo en el pueblo. Franco ya se debía de haber ido. Todo estaba lleno de gentes extrañas, de coches, de motos. Todo lo habían invadido y desordenado.

Por los aledaños del hotel había tenderetes de feria, se parecía a puestos de helados y los heladeros iban vestidos de blanco y llevaban unos gorros altísimo también blancos. Más tarde supe que no eran heladeros, sino cocineros que los habían traído de Madrid para hacer personalmente la comida, “por si acaso”.

Por entre aquellos tenderetes correteábamos los niños mirando todo con curiosidad. Recuerdo que uno de aquellos cocineros nos miraba burlón y hacía comentarios con un compañero. Tenía en sus manos un recipiente lleno de blanquísimo merengue. Nos llamó para que nos acercáramos invitándonos a probarlo. Mis amiguitas se acercaron y probaron. Sus caras se me antojaron payasos ridículos. Yo me quedé muy quieta y muy seria en mi sitio. Uno de aquellos cocineros me dijo: ¡Eh, tú, acércate! ¡Ven a comer! Al ver que no me acercaba vino hacia mí e intentó meter el cucharón lleno de merengue en mi boca, obstinadamente cerrada. Entonces, aquello que era tan dulce, no sé por qué, me supo muy amargo.

Aquel mismo día empecé a adivinar, muy difusamente que en el mundo hay muchas diferencias, que los poderosos abusan de los débiles, que hay otros que no comen garbanzos. Y me acordaba de los gitanos.

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