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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La Plenitud

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

domingo 15 de enero de 2017, 13:59h
La Plenitud

15ENE17 – MADRID.- Viendo a mi hija maquillarse en el espejo del hall, tras regresar del teatro de ver una de mis obras y mientras cambiamos frases cariñosas y ligeras y me muestra como han quedado sus ojos tras manejar el rímmel y esos lápices maravillosos, le comento en voz baja que puede haber llegado a su plenitud.

Todos los seres humanos sabemos, sentimos cuando vamos a morir sin que nos lo diga nadie, sin que nadie nos engañe, ni médico ni familiar alguno. Pienso que de la misma manera el individuo hombre o mujer sabe, se percata del momento o momentos en que ha llegado a su plenitud, y me refiero a su plenitud corporal y mental, a su plenitud biológica y antropológica, algo ancestral que viene de muy lejos pero que de pronto se manifiesta con emocionante certeza.

Echando la vista atrás recuerdo con frecuencia esa misma vivencia que ahora rememoro.

Era verano, aunque el calor no era excesivo por lo menos en la escalera del mármol blanco de nuestra casa en el pinar del monte Abantos. Un casa estratégica comprada por mi padre tras descubrirla yo mismo desde el pico más alto de aquél monte. La llamábamos “La Atalaya”.

Posiblemente me ya habrían dado el Premio Nacional, pero es cosa en realidad poco importante pues no lo recuerdo bien y puedo asegurarte lector que todo eso se ha esfumado debido a mi mala memoria.

Solo sé que estaba delgado y subía con ligereza los peldaños de mármol. Quizá mis padres subían detrás con alguna bolsa de fiambres o de frutas y oía el murmullo de sus voces.

Me sentía arropado por un bienestar templado inolvidable, hecho quizá de que aún ellos estaban, que estaba yo de vacaciones, tenía todo el tiempo del mundo y mucha libertad, ni novia, ni obligaciones, ni compromisos, ni responsabilidades. Me movía con ligereza, como si el cuerpo no pesara nada. Calzaba zapatillas azules o quizá mocasines con lengüeta exterior de cuero muy fino y color amaranto o burdeos.

Iba por el piso segundo del inmueble, faltaba aún un piso y medio, esto es tres tramos de escalera, para llegar a la puerta de entrada.

No pasaba nada, ni bueno, ni malo, ni original, todo corriente, era una paz envolvente, carente de deseos y pulsiones.

Y fue precisamente en ese instante, en esos momentos, - breves segundos solo -, cuando sentí que había llegado a la plenitud, a mi plenitud vital como persona. Como hombre viviente en un lugar del mundo donde estaba instalado, en virtud de miles o millones de coincidencias que la iglesia católica define con la idea de que es Dios quien ha pensado en ti, en tu persona, desde toda la eternidad, desde su eternidad en la que Él es.

No se me olvida el momento, lector querido, porque fue como llegar en ese instante a la cima del monte Everest, tras larga caminata y disponer solo de unos breves segundos para otear el horizonte inefable de la vida y comenzar el descenso.

Estoy convencido de que no se debía a mi situación quizá privilegiada en relación con los demás. En un planeta azul, a una distancia justa con el sol, temperatura de veinte y pico grados sobe cero, país situado en la zona templada e inmejorable del planeta, edificio incrustado entre pinos con vistas incomparables de las montañas, y un horizonte lejano bañado de luz a distancia perfecta de uno de los monumentos arquitectónicos más hermosos del mundo, el famoso Monasterio que da su nombre al pueblo.

No, no fue nada de eso. Fue sentir, comprender que nunca jamás volvería a estar más libre, más sano, más querido y mejor acompañado.

El experimentar de una forma intensa, casi diría que brutal, la realidad de la plenitud humana, de mi propia plenitud, la que quizá tengan los ángeles en el paraíso o los santos contemplando a Dios.

Sospecho a estas distancias casi siderales en que la propia vida se convierte, que tendría 28 años. Después comenzó la decadencia como el descenso primero lento, imperceptible, y después más acelerado iniciado sobre una rampa o tobogán hacia ese fin ineludible, solo con la esperanza - como creyente que me defino -, de no morir para siempre.

A ese momento. A ese instante biográfico y biológico lo llamo “La Plenitud”.

Sé que habrán corrido ríos de tinta sobre este asunto. Que Marcel Proust, que Joyce, que Benavente o las hermanas Brönte habrán hecho alusión sin duda literaria, pero sé también de la ventaja impagable que me da ser escritor, ser una pluma, para poderlo contar así, mi propia vida, de esa forma tan poco elaborada.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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