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Opinión: “La Columna de Primavera…”

Arriba del Techo

Visión Doméstica de un Golpe de Estado

domingo 11 de septiembre de 2016, 15:17h
Arriba del Techo

Por Primavera Silva Monge (*) – desde Santiago de Chile

11SEP16.- El año 1999, recibo la muerte de un esposo, la pérdida parcial de un hijo y la muerte de un padre en menos de cinco meses. El último suceso deja al descubierto algunos souvenirs del Golpe de Estado en Chile de 1973.

Arriba del Techo

Un escondrijo arriba del techo entre frazadas y papeles viejos, dentro de bolsas y cajas de madera, rellenas intencionalmente, no cabe duda, con fecas de ratones, fueron el reflejo de una madre asustada. En el interior, rollos fotográficos sin revelar, tomas privadas que acusan el resultado atroz de un cruento Golpe de Estado.

Había gran alboroto esa mañana. Mi perro saltaba desesperado dentro del baño de servicio donde tenía su cama. Mis hijos despertaron llorando sin causa aparente, pero mi marido tenía el oído atento, como entendiendo lo que ocurría. Por la ventana, vi una mañana que debería parecer primaveral, pero que tenía una extraña oscuridad de invierno.

Vivíamos en la calle Teatinos con Agustinas, a unos cien metros del Palacio de La Moneda, pero con vista hacia un patio común, que aunque no permitía una visual muy extensa del cielo, mostraba cantidades innumerables de aves inquietas, más algunos murciélagos que usualmente se colgaban durante el día y que ahora, a plena luz se iban quién sabe a dónde. En el ambiente había algo semejante al miedo que produce oír de los accidentes nucleares: Duda ignorante, intuición y temor ilimitados.

Mi anciana vecina, la que hacía mermeladas, fue muy temprano a mi departamento y casi enloquecida, me asustó con sus propios miedos incomprensibles para mí, pues con cara como de loca, me miró fijo y me dijo como en secreto: “que se quite la barba, que se quite la barba”. No le entendí, pero me parece que mi marido sí sabía a lo que se refería, sin embargo, llegó su hora de partir a la oficina y lo hizo presurosamente, sin explicarme nada, según se estilaba por esos años, siendo irrespetuoso con las mujeres. De tal manera, me quedé llena de incertidumbre y sola con mis pequeños hijitos de año y medio y nueve meses, tratando de comprender la información que podía captar de mi entorno. Había un silencio muy especial, que inhibía incluso el pisar con firmeza. Llevada por un súbito instinto de supervivencia, hacía todo muy despacio, como para no llegar a disgustar a nadie. Mientras, ruidos ensordecedores del exterior, provocados por fuertes explosiones, luego eran seguidos por largos silencios casi insoportables. Quise pensar que aquellos aviones que se escuchaban pasar, se preparaban para la Parada Militar, desfile que con motivo de las Glorias del Ejército debería realizarse una semana más adelante.

Una vez desayunado con los niños, sintonicé la radio y alcancé a oír al Presidente Allende, que daba un extraño discurso con voz lastimosa, que no lograba escuchar claramente debido a la interrumpida onda de transmisión, más una, otra y otra explosión. El escándalo sonoro, me hacía dudar que fuera solamente una preparación para exhibir los servicios militares a la comunidad. Lo que sí me quedaba bien claro, era que el sonido desproporcionado atacaba, más fuertemente aún, los oídos de mi perro que no pudo soportar más y de pronto cayó al suelo con un ataque de tipo epiléptico, retorciéndose y agravando aún más mi sensación de desprotección ante tantos eventos sorprendentes. Nuevamente golpearon la puerta con suavidad y abrí ansiosa esperando que fuera mi vecina, para que me ayudara a asistir a mi perro y me explicara lo que me había insinuado por la mañana. Pero no era. Antes de que pudiera notar quién estaba frente a mí, como bólidos ya estaban dentro de mi hogar unos cuatro a seis militares muy jóvenes, casi niños, que me echaron atrás de un golpe y registraron con gran prepotencia todos los sectores de la casa, buscando algo que no supe si lo encontraron al ver el panorama de mi perro enloquecido, que en franca desgracia, aún se animaba a mostrar los dientes a tan agresivos visitantes, mientras su hocico cansado vaciaba una baba espumosa. Para los militares, verlo y dispararle una ráfaga fue una sola cosa. Con mis ojos, talvez exageradamente abiertos de incredulidad, casi paralogizada y con los oídos aún afectados, solamente atiné a tapar los de mi pequeño hijo en brazos, que asustado con el estruendo se había echado a llorar, mientras yo lo oía como desde lejos, tal como desde lejos me pareció escuchar: “Pa’ que no sufra”, que fue la justificación al arrebato de uno de los soldados. Más que espantada con la explosión de sangre y piel de mi perro por los muros, el piso, mi propia ropa y rostro, temí por la vida de mis guaguas, que ahora lloraban al unísono e incontenidamente, agregando al concierto, mi llanto nervioso, miedoso y suavecito, sometiéndome abruptamente, al enajenamiento de una pesadilla viva y en ausencia de mi esposo. Tuve miedo mortal, que el temblor de mis piernas acusaba sin remedio. Perdida en la extraña situación dentro de mi propio hogar, temí sin mesura. Temí que los soldados enloquecieran y dispararan a mis hijos para acallarlos como al perro. Sin embargo, a pesar del pánico, traté de parecer comprensiva y les dije: “¡Gracias!”. Aunque no estaba en absoluto convencida de que la obra hubiese contenido algo de nobleza. Además, recordar que hacían pocos días, también los militares, habían intentado sublevarse contra el Gobierno... aumentó mi temor. Eso no lo había olvidado y me pareció que los militares lo leyeron en mi rostro. Sentí demasiado miedo de no saber lo que pasaba y llegué a sentir que mis “gracias” habían sido calificadas de falsas o irónicas, porque ciertamente eran falsas e irónicas. Aumenté mi miedo hasta lo insoportable. Mis pensamientos ya no podían ser positivos, sino desconfiados, sintiendo a fondo la maldad de aquellos muchachos armados y pintarrajeados como para ir a la guerra. Tuve cierta fortuna de que otros militares vinieran a buscar a mis rudos visitantes, quienes pretendieron despedirse enterrando con extraña ira, las cuchillas de sus fusiles en cuanta cosa protuberante encontraran a su paso y así fue, que hasta mi sofá gimió y en lugar de sangre salpicó sus plumas en señal de muerte. Aquellos proyectos de hombre o soldados, ya sudados de cansancio, me miraron detenidamente con malicia, con codicia... Y por unos minutos, confundieron sus recientes excitaciones y... se retiraron hacia otras partes del edificio. Cerré la puerta temblando de dolor y miedo, para intentar limpiar mi frustrada ira. Quise encontrarle sentido a lo que decía la radio sobre aquellos bandos número tanto y tanto, pero no lo tenían.

Estaba aterrada con la llegada de mi marido y su postura frente a la mujer violada, pero también estaba aterrada porque no volvía y comencé a llorar cada vez más profundamente temiendo por su vida, luego temiendo por la mía y temiendo por la vida de mis hijos... aprendí a mentir súbitamente, aprendí a no quejarme, aprendí a ocultar mis dolores y a guardar secretos. No recuerdo muy bien el orden de los factores, ni cuando ni como volvió mi marido al hogar, pero sí me viene a la memoria, que estuvimos encerrados en la casa mucho más de un día, sin poder salir a la calle por prohibición de las autoridades del gobierno golpista. En esa época, era un problema no poder salir porque uno solía comprar la comida a diario, lo justo que necesitaba cada vez y no en forma mensual como se hace ahora. Por esa razón, no se contaba con restos o sobras como para “arreglárselas” si hacía falta en una emergencia.

Cuando por fin se nos permitió salir, debimos bajar por las escaleras, pudiendo observar: Nuestra puerta había quedado con una marca tipo grafitis, cuyo significado ignorábamos; el único ascensor estaba averiado para evitar escapes imprecisos, según me informé más tarde, mucho más tarde. Varios departamentos se veían incendiados y los de las vecinas amigas, todas ancianitas, estaban con las puertas abiertas hasta atrás, luciendo abandonados y desordenados, como si hubieran entrado ladrones. Ya abajo, en la entrada del edificio y cual sacos de papas, cientos de cuerpos color gris azulado, yacían amontonados y en avanzado estado de descomposición. Todo lo anterior, no se podía quedar mirando, según gritaban los soldados, que la empujaban a una con sus bayonetas filosas para que circuláramos rápido.

Con mi marido, nos mirábamos y no nos atrevíamos ni siquiera a comentar con la mirada todo lo que veíamos. Ya más alejados de nuestro propio edificio, buscando comprar alimentos para los niños, caminábamos actuando distraídamente hasta que llegamos con disimulo, hasta donde se ubicaba el Partido Socialista, al que pertenecía mi marido. Descubrimos con dificultad que había sido incendiado, pues mirar aquella cuadra, era como tratar de ver un mapa manchado con tinta negra. El paisaje era realmente de postguerra. Andábamos mudos y nos desplazábamos como evitando pisar huevos crudos. A los niños, los llevaba aprisionados contra mi pecho, para protegerlos de la brusquedad de los militares que de pronto parecían dirigir nuestros caminos y nosotros buscábamos sin buscar, sin entender dónde y en medio de qué nos encontrábamos.

Desde un teléfono público, cierto tiempo de caminar en libertad antes de tener que volver al claustro, según el temprano Toque de Queda, por fin pudimos comunicarnos con mi madre, quien con su aliento recuperado al oír nuestras voces, sabiendo la peligrosa cercanía que teníamos con el bombardeado Palacio de Gobierno, nos dijo que nos fuéramos a su casa de inmediato y que dejáramos todo atrás sin pensar en nada más. Como éramos tan niños, de tan sólo diecisiete y diecinueve años, no teníamos muy claro el peligro que corríamos y mientras avanzábamos, nuestros ojos curiosos se quedaban pegados en toda anomalía. Incluso, cuando pasamos frente a La Moneda, con una cámara fotográfica escondida tomamos unas pocas fotografías.

Mi marido solía usar una gran barba para poder conseguir empleo pese a su minoría de edad, pero llegando a la casa de mi mamá, quien ya tenía preparadas las hojas de afeitar, le dio la orden y no sugerencia, para que se rasurara de inmediato. Igualmente fuerte reaccionó cuando orgullosa le comenté lo de las fotografías a La Moneda. Muy estrictamente me arrebató la cámara, le sacó los rollos y nunca supe lo que había hecho con ellos, hasta el año 1999, cuando murió mi papá: Trajinando por el techo, donde pasé los mejores años de mi niñez, encontré varios rollos muy bien escondidos. En todo Chile no pude revelarlos, porque ya no existían las cámaras mecánicas de apertura de tales rollos, así que en un viaje de auxilio a México, por fin pude revelarlos sin recordar el episodio con mi madre, por lo que realicé el descubrimiento muy lejos de mi patria y ausente de testigos que comprendieran de qué se trataba.

Hoy, más de cuatro décadas posteriores al Golpe de Estado 1973, exhibo estas simples fotos, recordando la oscuridad de esa pesadilla en vigilia, pero con la tranquilidad balsámica que me otorga la fe en Dios, con la felicidad de haber tenido una prolífera descendencia y con el amor reinante en mi recién formado hogar. Con todo, las palpitaciones persisten. No ha sido fácil recordar sin sufrir, pues es la angustia natural que provoca esta clase de recuerdos, que contienen muchos más pasajes, extremadamente crudos y vulgares, que no tienen relación directa con las fotografías, ni con mi interés en explayarme en el tema. Afortunadamente, para mí se resolvieron los traumas de manera muy compasiva, mientras que para muchos, fue lisa y llanamente el acabo de mundo, el fin de la familia, de la patria, de la vida.

Primavera Silva Monge

(Cabe agradecer a la conocida empresa Kodak, por la calidad de sus películas, que lograron resistir al tiempo y la opresión, durante casi tres décadas.)

(*) Primavera Silva Monge es una escritora chilena, traductora de japonés, ex alumna del prestigioso Instituto Nacional de Santiago de Chile, artesana y socióloga por afición. Sus escritos los redacta referidos principalmente a los temas cotidianos imprimiéndoles una dosis de frescura y cercanía que hacen muy fácil su lectura y comprensión. Su género literario favorito es la novela y el relato o cuento corto.

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