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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La placita

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

domingo 07 de agosto de 2016, 02:07h
La placita

07AGO16.- La placita. ¿Qué sería de mí sin la placita?. Ella tiene alma y forma parte de mi vida, de mis sueños. En ella se ha criado y ha ido creciendo mi hija, ella y sus amigas, las hijas de mis vecinas. A ella han bajado los perros siempre prestados que nos dejaban amigos y que mi hija adoraba.

A ella hemos descendido en verano y en invierno, cuando el sofoco de la ciudad se hace insoportable y cuando los copos, cada vez más escasos,caen mansamente o revolotean como ángeles alocados.

Aquí he visto pasar a las generaciones, morir a mis padres y a mis seres queridos, nacer nuevos amigos y amigas impagables pues la vida es en sí maravillosa.

La placita tiene árboles frondosos y bancos de madera donde las gentes de edad se sientan a descansar la fatiga de la vida. Había en ella una fuente donde los niños jugaban con pequeños globos de colores que llenaban del líquido precioso. También columpios para los más pequeños que sin embargo de forma sorprendente usaban de vez en cuando los mayores. Por la placita he visto pasar al cura párroco, al panadero y al lechero, y al de los embutidos. Pero la placita no sería placita si no tuviera el bar de Nino y en verano se llena de mesas donde sirven personas extraordinarias al mando de Sergio que es como el director de juego o el entrenador de un gran equipo.

Por la mañana, me acerco a tomar el café –el mejor de todo el barrio– y es entonces cuando saludo a Nino, de voz grave y bondadosa, a veces hemos comido también en su local interior donde vemos el fútbol; y por la noche, cuando se encienden las farolas mi amigo Fernandito hace “¡oh! y ¡ah!”, con esa voz inolvidable que poníamos al admirar los fuegos artificiales.

Ahora –cincuenta años después de descubrirla– he subido precisamente de ella y me conmueve ver cómo se va transformando, con una clientela variopinta pero cada vez más numerosa y cosmopolita. Una joven hermosísima con una trenza anudada alrededor de la frente habla con su pareja, un hombre de anchas espaldas joven también como ella. Un poco más allá tres amigas charlan animadamente, llevan las tres sandalias que mueven de vez en cuando, una de ellas lleva la voz cantante y se parece a Simone de Beauvoir.

A mi izquierda, dos parejas con niño, uno de ellos nacido y el otro por nacer, aun en el vientre de su madre. Pienso en el futuro del mundo. Un hombre curtido por los años y el sol bebe cerveza y mira fijamente a la interlocutora que tiene frente a sí. Sé que Nino está de vacaciones pero eso no quita para que la terraza funcione como un Titanic perfectamente engrasado y rodado.

La placita, de noche, a las cuatro o las cinco, cuando salgo fruto de mi mala salud y del insomnio, no existe, pues cobra vida según van apareciendo sus personajes de cada día, y yo solo soy un testigo, un narrador, muy poca cosa.

Juan Ramón de haberla conocido habría dicho de ella cosas hermosas y profundas, estoy seguro, pues ha sido diseñada por Dios para que sepamos un poco lo que es el paraíso. Pues también atiende a las personas tristes, a los vagabundos, a los alcohólicos y a las viudas, y algún que otro loco, de esos que pululan por todas las plazas de la tierra y que dan precisamente ese sabor inimitable, ese color a este mundo a veces tan anodino.

Al caer de la tarde, sobre todo en verano y en el otoño, cobra ese color especial de los lugares verdes dentro de las grandes ciudades como puedan ser el Prater vienés, o el Tívoli de Amsterdam o Hyde Park en Londres o el Central Park de la ciudad de los rascacielos.

Pero la placita es algo muy especial, algo singular como decía antes, tiene su alma y nos da sentido a todos nosotros, a nuestros afanes y movimientos, es profundamente castiza y galdosiana pero a la vez es internacional pues está rodeada de rascacielos.

Hasta ella han venido amigos de todos los rincones del planeta y sé que cada vez es más famosa, más que cuando la conocí en la década de los setenta del pasado siglo XX, cuando mi padre y yo compramos allí los apartamentos.

Ellos ya no están, hay otras gentes. Me gustaría saber qué será de la placita cuando ya no la vea, si seguirá Sergio y Nino y las ancianas de la parroquia sentadas en los bancos y las mujeres sofisticadas con sus atuendos tomando los gin- tonics, y sobre todo en invierno, si la luz cenital sigue saliendo de las ventanas del Nino proyectándose sobre su superficie solitaria, iluminada solo fantasmagóricamente por las farolas de toda la vida.

(*) Germán Ubillos Orsolich es escritor, novelista, dramaturgo y ensayista

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