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CARTA DESDE ALEMANIA

Los profetas: los grandes olvidados (II)

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

En la Biblia se lee que el profeta Amós (3,7) aseguraba que “el Señor Dios no hace nada sin comunicárselo a su servidores los profetas”. Las instituciones religiosas actuales aceptan sin ponerlo en duda, que la palabra del Dios del Antiguo Testamento, tanto a éste como a muchos otros profetas, es un hecho cierto. En el catecismo de la Iglesia católica se considera absolutamente válido todo lo que está expresado en el Antiguo así como en el Nuevo Testamento de la Biblia.

De esto se puede deducir entonces que también lo que expresaron los profetas es válido. Dicho sea de paso, es interesante hacer notar que estos voceros de Dios obraban por lo general fuera del ámbito de poder de las jerarquías sacerdotales de su época. De ello se puede sacar la conclusión de que no sólo a los sacerdotes de aquel tiempo no les era posible percibir de forma directa la palabra de Dios. Que se sepa, ningún gobernante ni rey ni letrado ni poderoso del tiempo antes de Cristo podía profetizar. Siguiendo la línea genealógica de profetas nacidos en familias del pueblo, sin riqueza ni títulos, resulta entonces lógico que el profeta más grande de todos los tiempos, Jesús de Nazaret, viniera al mundo de la manera más humilde, naciendo de dos padres sencillos y no en cuna de oro, rodeado de lujo y habiendo siendo influenciado por el intelecto de maestros, escribas o sacerdotes.

 

La Biblia, es una recopilación de escritos de diversos orígenes y fuentes. En el año 383 d. C., Eusebius Hieronymus Sophronius, el nombre en latín de al que posteriormente la Iglesia hiciera santo con el nombre de san Jerónimo, uno de los cuatro doctores originales de la Iglesia Latina, recibió del Papa Dámaso I el encargo de traducir al latín todos los textos de los evangelios existentes en aquel entonces. El mismo Jerónimo advirtió al Papa de cuán difícil era la tarea que le había encomendado, de la crítica que recibía de otros letrados y de la diversidad de textos que existían, diciendo: “También los que me calumnian tienen que reconocer que en discrepancias no se encuentra la verdad. Si hay que confiar en los textos latinos, que digan en cuáles; existen casi tantas formas textuales como copias”. Cuando empezó con aquel enorme trabajo, que fuera legado a la posteridad con el nombre de la Vulgata, su autor escribió al Papa Dámaso, haciéndole notar: “¿No habrá por lo  menos uno que a mí, en cuanto tome este volumen (se refiere a la Biblia) en la mano, no me califique airadamente de falsificador y sacrílego religioso, porque tuve la osadía de agregar, modificar o corregir algunas cosas en los viejos libros?”. Hoy se sabe que durante su obra de recopilación el santo cambió los evangelios existentes en unas 3500 partes. De que Jerónimo era un hombre sensato y realista, lo atestigua el hecho de que para llevar a cabo con tranquilidad y éxito sus diversas labores él defendió el estado monástico, diciendo que, “al huir de las ocasiones y los peligros, un monje busca su seguridad porque desconfía de su propia debilidad y porque sabe que un hombre no puede estar a salvo, si se acuesta junto a una serpiente”. Se ve que algunos peligros existen desde Adán y Eva…

 

Es interesante anotar que en la decisión doctoral del Primer concilio Vaticano de 1869/70 sobre la Biblia, se determinó que “esta manifestación sobrenatural está contenida, de acuerdo con el credo de toda la Iglesia explicado por el santo concilio de Trento, en libros escritos y en transmisiones no escritas, que fueron recibidos por los apóstoles mismos directamente de la boca de Cristo, o que habiendo sido dictados por el Espíritu Santo, fueron transmitidos, por decirlo así, de mano en mano por los apóstoles, hasta llegar a nosotros”. Esta fue una decisión de sacerdotes, que así también fortalecieron su calidad de mediadores entre el Cielo y la Tierra. En esta declaración el concilio no menciona la participación de s. Jerónimo como corrector y modificador de los textos originales, como él mismo había reconocido. Además, al nombrar en esta decisión doctoral a los apóstoles y no a los profetas como portadores de la palabra divina, se relegó al mismo tiempo a estos últimos a un plano secundario, realzando entonces la figura de los apóstoles, sobre todo la de uno de ellos, Pedro. Él es justamente el santo de quien dice la teología, cimentada definitivamente por el escolasticismo medieval, que habría recibido el encargo directo de Jesús de fundar una Iglesia. Lo notable de esta interpretación es que el mismo Nazareno durante su vida jamás habló de ello, ni menos –que se sepa por las escrituras– que la haya instituido en algún momento en uno de sus viajes por las aldeas y ciudades de la región donde predicó. Si lo hubiera dicho, es seguro que un hecho tan importante para la futura cristiandad los escribas del libro sagrado jamás lo habrían ocultado. En todo caso, Jerónimo, el recopilador de la Vulgata, que para su tarea tenía a disposición todos los escritos que en aquel entonces (siglo IV d. C.) todavía existían sobre las enseñanzas de Jesús, no lo menciona, sino que como buen doctor eclesial da por sobrentendido que Pedro había recibido dicha tarea.

 

Sin la intención de querer poner en duda la autenticidad de muchos pasajes de la Biblia ni menos herir la fe de quienes creen en esta obra en su conjunto, para constatar si todo lo que en ella se dice corresponde a la verdad, se puede mencionar que en la literatura alemana se establece que del Nuevo Testamento se conocen unos 4.600 manuscritos griegos, de los cuales ni siquiera dos de ellos concuerdan en el mismo texto. En general, los teólogos alemanes han establecido que no existe un manuscrito que concuerde con los demás, agregando que se puede contar de cincuenta mil a cien mil variantes de ellos. Ya sólo del siglo II hasta el XIII se sabe que existían por lo menos 800 manuscritos del Nuevo Testamento, de los cuales se conservan aproximadamente 1500 textos que, por lo demás, muestran un gran número de discrepancias entre ellos. A esto hay que agregar que ya no existen textos originales ni tampoco las primeras copias que se hicieron de dichos textos.

 

En lo que respecta al Antiguo Testamento, basta con leer algunos párrafos de él para darse cuenta de que no puede ser posible que el Padre que mencionó Jesús como aquel que ama infinitamente a todos sus hijos, que no los castiga ni condena, que vive en el interior de cada uno, no puede ser el mismo Dios que en el Antiguo Testamento ordena arrasar pueblos enteros, matar a todos sus habitantes sin distinción de edad ni sexo y que castiga a sus hijos de la manera más cruel, incluso eternamente, como muchos pasajes lo atestiguan. Tampoco la descripción del ritual de los sacrificios, del holocausto y de las ricas vestiduras sacerdotales en el Éxodo y el Levítico concuerda con la sencillez del nacimiento, las vestiduras humildes y la vida de Jesús de Nazaret. Esto lleva a la conclusión de que no sólo puede haber sido Jerónimo el que, como él mismo dijo, “agregó, modificó o corrigió algunas cosas en los viejos libros”, sino muchos escribas y teólogos posteriores.

 

¿En qué o quién se puede confiar entonces? El que quiera averiguarlo de verdad, se dará cuenta de que al emprender una empresa tan importante no se trata sólo de creer ciegamente, como cuando el protestante Martín Lutero dice que “sólo con tener fe es suficiente”, sino que precisamente aquí se puede hacer uso del libre albedrío, de la capacidad de raciocinio y por último del sentido común inherente a toda persona. Quien lo desee, en la editorial alemana www.das-wort.com puede encontrar no sólo literatura actual, en español y en otros idiomas, sobre este y muchos otros temas, sino también una alternativa de vida cristiano-originaria, práctica y sencilla de entender, basada en los Diez Mandamientos y en el Sermón de la Montaña de Jesús de Nazaret, que prescinde de la teología tradicional y sus obras, y se basa en la palabra profética actual.

(Continuará.

 

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