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Opinión: “El Trovador del Pueblo”

Adolescencia

Por Marcos Carrascal Castillo

martes 17 de mayo de 2016, 02:21h
Adolescencia

17MAY-16.- En ocasiones, como mucha gente, la nostalgia excita mis entrañas. ¿Quién no recuerda de vez en cuando su adolescencia? Rememoro ese candor disfrazado de arrogancia. También recuerdo que, en aquellos episodios de mi biografía, conocí a un puñado de personajes —muertos, vivos e irreales— que nunca me abandonaron.

Con escasos quince años, mi profesor de Lengua castellana arribó a la clase con un voluminoso libro en cuyo pomo se leía con letras apagadas: “Ulises”. Después de escrutar a su bullicioso auditorio, me señaló. Avanzó hasta mí y exclamó, tiñendo su voz con satisfacción y malicia:

Hoy quiero que te leas este capítulo.

La referida sección constaba de un extenso monólogo interior proferido por Molly. En esos tiempos, sólo sabía de la existencia de estas formas literarias por los epígrafes coloreados de mis libros de texto. Aun así, accedí a la aventura. Sustituí alguna explicación por la violencia con la que me respondía Joyce —autor de Ulises—. Años más tarde, comprendería que el sadomasoquismo alberga cierto grado de placer, aunque su coste sea la eternidad de una página.

Esos años también supusieron mis primeras experiencias políticas. La sociedad pareció despertar de un letargo, y llovieron respuestas al poder desde la calle. No puedo desterrar los sanedrines que formábamos mis amigos, cada uno de un linaje ideológico distinto, debatiendo cuales intelectuales sobre la marcha de nuestro país. Estas juntas se siguen prolongando hasta hoy, en un establecimiento del barrio los viernes. También en mi hogar familiar, pese a la consanguinidad física, no vacilamos en el hallazgo de lo “más favorable”, desde todas las esquinas del tablero.

Esos años son los que el mundo que te rodea es muy pequeño y a la vez muy grande. En espacio de semanas, dejamos el elixir de los vídeojuegos u otros vicios pueriles para acoger el grial de las quedadas. Y las discusiones con los padres se vigorizaban. ¿Cómo era posible —pensamos los sapienciales adolescentes— que mis padres me traten como un bebé, si en el supermercado de abajo me venden alcohol sin escrúpulos? ¿Cómo puede ser —contestan en silencio los progenitores— que este “mico” que no sabe ni calentarse el Colacao quiera trasnochar como un adulto? La declaración de guerra precede a la inminente batalla.

Esa etapa es la primera en la que los gusanos de los estómagos salen de la seda convertidos en mariposas. Empiezan los insomnios y la pérdida de apetito. Rompen a correr las dudas —¿Me querrá?— Comienza el miedo a que la perfección de los romances se destiñan. Las mejillas se ruborizan. Ese escudero o esa escudera que siempre había jugado al lado del zagal se transforma en el/la confidente del joven. A él o a ella se le confían las zozobras del alma.

El grupo de amigos adquiere una simbología mística a la par que práctica. En esa tribu, todos los integrantes se sienten partícipes. Tienen la certeza de que el tiempo nunca erosionará esos vínculos, como les ha pasado a sus mayores. Siempre van a estar a su lado. Son su familia. Sólo les separa el lugar de residencia, pero en un futuro podrá solucionarse.

Y los calendarios se consumen. Pero permanezco yo, con mi esencia perfeccionada; con las derrotas y las victorias. Doy un suspiro; y medito. Quizás, esa adolescencia que tan cerca estaba ha adquirido el disfraz de joven adulto para poder dirigir mis pasos. Si es así, no saben, queridos lectores, lo mucho que me alegro…

Marcos Carrascal Castillo (@M_CarrascalC)

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