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Opinión: “El Trovador del Pueblo…”

Villalar

Por Marcos Carrascal Castillo

viernes 22 de abril de 2016, 13:36h
Villalar

22ABR-16.- Este sábado será 23 de abril. Es uno de los días más esperados del año, por un sinfín de motivos. Se van a derramar ríos de tinta acerca del día del libro, en especial de Cervantes y de Shakespeare, en el cuarto centenario de sus fallecimientos. En Cataluña, en Aragón y en Alicante, Sant Jordi va a escribir cientos de papeles junto a una rosa. Sin embargo, casi en el olvido, en una pequeña localidad vallisoletana, se recuerda que hace cuatrocientos treinta y cinco años un rey foráneo venció a los rebeldes comuneros. Hoy también es día de desobedecer a los cánones y recordar a Castilla, en su fiesta.

En 1469, la infanta Isabel, hermana del monarca castellano Enrique IV, contrajo nupcias con el príncipe Fernando de Aragón, futuro Fernando II. Ellos serían los Reyes Católicos. Este matrimonio pasaría a la posteridad por protagonizar el cambio del transcurso de la historia occidental. A su muerte, en lugar de su hija, encerrada por loca, le sucedió su nieto. De nombre Carlos, había nacido en Gante y, revelan los cronistas, era incapaz de articular algunas palabras en castellano. Este rey y emperador tuvo gran parte de Europa bajo su cetro. Pero, realmente, ¿fue rey de Castilla? O, tal vez, ¿fue Isabel I la última soberana de Castilla?

Fernando II de Aragón había designado como su sucesor a Fernando de Habsburgo, nieto suyo y hermano de Carlos, futuro emperador de Alemania. No obstante, poco antes de morir se arrepentiría; y el trono de los reinos españoles fue ocupado por el rey Carlos. En lugar de ser rey de Castilla, decidió adueñarse de Castilla. ¿Militarmente? No; más sencillo: colocó a sus colaboradores, flamencos, en los puestos reservados a los castellanos. Fue un hecho inédito. Un gran país como Castilla, gobernado sin batallar por manos extranjeras.

Las clases populares fueron las primeras en responder a esta bofetada del gantés. En las iglesias aparecieron los siguientes pasquines: “Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres al sufrir que un tan noble reino como eres, sea gobernado por quienes no te tienen amor”. Algunos nobles, recelosos de la influencia de los extranjeros, estallaron en armas.

El rey Carlos se dirigió a Valladolid para coronarse rey. A cambio de esta entronización y seiscientos mil ducados, el rey se comprometió, entre otras cosas, a aprender castellano, a frenar la hemorragia de flamencos en elevados cargos y a un dar un trato más respetuoso a su madre. Empero, éste lo incumplió. Como una acequia que riega una huerta, todas las ciudades castellanas se unieron en comunidad, contra el rey.

Intentaron ganar a la reina Juana, recluida en Tordesillas, para la causa. Ella, aun con titubeos, se mantuvo fiel a su hijo. Los rebeldes prosiguieron. También redactaron un programa. Entre estas líneas, se hallaban puntos como el blindaje de altos cargos para castellanos, mayores derechos para los autóctonos de la recién arribada América, prohibición de salida de dinero del reino, despojar a los grandes de sus cargos… Asimismo, cada ciudad ya no era representada por linajudos; sino por cotidianos trabajadores.

Todo un pueblo se fundió en un ejército contra el hombre más poderoso del orbe. Carlos, más interesado en sus asuntos en Alemania, delegó en el cardenal Adriano de Utrech, futuro sucesor de san Pedro. Durante la contienda, los realistas atacaron sin escrúpulos la meseta castellana. Entre las bendiciones que derramó este religioso sobre Castilla, encontramos la calcinación de Medina del Campo (Valladolid).

Simultáneamente, aunque con menor fuerza, en el Reino de Valencia y en el Reino de Mallorca, los valencianos y los baleáricos se sublevaban. Envueltos estos pueblos por la epidemia de la peste, los gentilhombres abandonaron estas regiones. Las clases medias, que llevaban intentando ejecutar un cambio legislativo, vieron su oportunidad. Los hidalgos pidieron el auxilio del monarca. Éste se puso de lado de los nobles huidos; y los agermanados —provenientes de germà; hermano en valenciano— se alzaron contra la autoridad real. Su suerte fue la misma que la de los valientes castellanos.

Volvamos a Castilla. El momento del choque de ambos ejércitos era inminente. Los comuneros, a cuya cabeza iban Padilla, Bravo y Maldonado. Los hombres del rey, a cuyo frente no iba el rey. Las dos tropas se fagocitaron en una nube de muertes y heridas. El resultado fue la derrota de los comuneros y la victoria de Carlos.

Después, la historiografía nos advierte que el monarca calmó sus desaires con Castilla. En cambio, otros autores hablan de su tiranía sobre Castilla. En cualquier caso, esquilmó las arcas de Castilla para sus ambiciones personales o para problemas ajenos al reino.

Pasaron las centurias. Tres siglos después, el veintitrés de abril de mil ochocientos veintiuno, el Empecinado fue a Villalar a honrar a los derrotados. Años más tarde, sería ejecutado en Roa (Burgos) por creer en la Libertad y oponerse a regresar a lobregueces pretéritas.

Un romance sentencia: “Desde entonces —23 de abril de 1521— ya Castilla, no se ha vuelto a levantar; en manos del rey bastardo o del regente falaz; siempre añorando una junta o esperando a un capitán”. Y prosigue: “¿Quién sabe si las cigüeñas han de volver por san Blas?, ¿si las heladas de marzo los brotes se han de llevar?, ¿si las llamas comuneras otra vez crepitarán?”.

Hoy día, la vieja Castilla —que no Castilla la Vieja— es otra de las grandes regiones olvidadas. Se escucha el clamor de sus pueblos, que suplican por evitar su desertificación. Está en nuestras manos reconstruir a los grandes progenitores de nuestra cultura. No sólo con leyes; también con miradas del corazón, que es, acaso, lo más importante.

El sábado, endomínguense y recuerden qué significa Castilla. Recuerden, los que tienen o tuvieron vinculación con el mundo rural, de cualquier punto del mundo, esas felices andanzas por allí. Recuerden los que, como mis padres, hubieron de abandonar su rústica cuna, esos candorosos años en medio de la naturaleza. Recuerden cuán orgullo albergamos los muchachos de ciudad al recorrer en solitario las calles de nuestros pueblos, cuando en la ciudad vivíamos bajo las normas monacales. Recuerden; y sonrían. Recuerden, también, que en sus manos, sarmentosas o robustas, está la solución para lo que ahora sus pupilas observan.

Marcos Carrascal Castillo (@M_CarrascalC)

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