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Opinión: “El Trovador del Pueblo…”

El amor

Por Marcos Carrascal Castillo

martes 12 de abril de 2016, 00:30h
El amor

12ABR-16.- En todas las grandes obras literarias se habla del amor. Esta palabra, tal vez, es la más empleada de nuestro lenguaje. Romeo y Julieta murieron abrasados por la ponzoña del amor. Sin embargo, con perdón de Shakespeare, le contradiré. Si alguien ha leído ese magnífico diamante de la literatura, comprobará que sus letras están manchadas de la sangre de la muerte. Y el amor es lo contrario a la muerte: es la vida.

Casi todo el mundo ha amado. En algunas ocasiones, ese amor ha degenerado en una vida de aflicción. En otros casos, el amor ha elevado a la persona a la bóveda celeste. El amor es la necesidad más absurda y contradictoria que existe. El amor es esa experiencia en la que el “otro” es un fin, y no un medio. Es, pues, la otorgación del protagonismo de una vida a otro individuo.

En un vagón del tren entra una pareja de ancianos. Él estriba su peso sobre un bastón y sobre el brazo firme de su acompañante. Ella respira fatigosamente y busca impaciente dos asientos vacíos. Los herejes de la palabra “amor” piensan: “¿Lo ves? Eso es el amor; una prevención a los momentos de senectud y de soledad. Es una respuesta egocéntrica. Sólo sirve tanto en cuanto ayuda a uno mismo”. Los feligreses de “Disney” suspiran: “Habrán vivido comiendo perdices…”

Mi experiencia se materializa en una preciosa joven de castaño cabello y dulce sonrisa. Tardé algunos meses de valentía para seducirla. Finalmente, llegó el uno de marzo, en el que empezamos a andar juntos. Creía, ingenuo de mí, que me esperaba un paseo cubierto por pétalos. Falso. Me esperó el exilio de mí y la entronización de ella. Me aguardaba una placentera entrega; de pasión, de acompañamiento, de silencios, de carcajadas… Me esperaban el perdón de corazón y la casta ternura sensual. Y eso me hace feliz, hasta la fecha. Me desvestí para vestirla a ella. Pero no quedé desnudo. Ella se despojó de sus ropas para cubrirme a mí.

Incluso mi propio ser tiene su origen en el amor en el que mis propios progenitores se fundieron. En buena lógica aristotélica, soy amor. Desde el momento de mi nacimiento, mi madre me abrigó con el manto del amor. Mi padre me señalaría el sendero de la felicidad con la paciencia de quien ama. Mis hermanas cada día se sientan a mi vera con la cotidianidad del mudo amor.

Mis primeros pasos los di entre la mirada de mis abuelos y mis tíos también. De otra forma diferente, tejimos un vínculo de amor. Asimismo, con mis primeros compañeros de juegos no existían prejuicios. Sonrisas cómplices y maliciosas. Nos profesábamos amor, sin saber qué demonios era. Varias fotografías me recuerdan esos años: una con un primo un año menor que yo y otra con mi fiel escudero manchego desde la más candorosa infancia.

Luego, llegó esa segunda familia. Esos amigos cuyo pacto de lealtad se refuerza cada día. Hay a quienes en su día quisiste mucho; pero los días os separaron. En cambio, también hay otros con los que la vida te obsequia, como premio por haber superado una etapa; e inquieres: ¿Y vivía sin conocerlo antes? Pero siempre están esos con los que creciste y te supieron desvendar los ojos.

No me olvido de esas futuras generaciones que nos envuelven furtivamente en la paternidad. Esos chiquillos que, sin saber cómo, han penetrado en una biografía clásica de veinteañero. Esos muchachos que, cándidamente, te hablan de sus cambios. Y tú sonríes, nostálgico. Todos hemos tenido hijos adoptivos antes de tiempo.

El reloj de Cronos se consume. Muchos hemos sentido el desgarro de nuestras entrañas cuando parte un ser amado. ¿Y dónde está ese amor con el que nos saciábamos? No lo sé. Quizás se evaporó; quizás se quedó. Lo ignoro. Sólo sé que las pupilas de mis abuelos paternos, a los que amé con locura, están clavadas hoy en mí, recorriendo con agilidad el teclado.

Hay un tipo de amor muy extraño. Algunos niegan su existencia. Yo, con la autoridad que me dan mis veinte años, confirmo que existe. Hablo del amor hacia la comunidad; hacia lo de todos. Es posible que en estos momentos no aflore; pero respira, oculto en cada uno de nuestros corazones. Acto seguido, fulge la siguiente duda: “¿Cómo sacarlo a la luz?”. La respuesta es, en sazón, complicada.

Me niego a resignarme a creer que el amor sólo se puede profesar a los allegados. Quiero creer que la solidaridad yace en nuestro interior, ciertamente oxidada. Me rebelo contra aquellos que dicen que este tipo de amor son “revoluciones juveniles”.

¿No es precioso amar? ¿No se disfruta amando? No sean tímidos, queridos amigos: amen a los que les rodeen. Acaso, no con besos en los labios o con confesiones; pero sí con el respeto, con defensa, con la atención… Al comprometerse con una causa justa, se está amando a los inocentes que la sufren.

¿Qué sería la vida sin amor? Unos rayajos grises, sin armonía y sin vocación estética. Yo, mancebo y novicio de esta peregrinación que llaman vida, no quiero ese papel. Prefiero dibujar una obra colorida, armoniosa y bella. Prefiero que las vehementes llamas destruyan la otra hoja; y el sobrio bastidor sujete el lienzo de la hermosura. Elijo vivir amando.

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