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Crónicas desde París

La embriaguez de la memoria: notas sobre Los misterios de Lisboa de Raúl Ruiz.

La embriaguez de la memoria: notas sobre Los misterios de Lisboa de Raúl Ruiz.
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

El aparato cinematográfico se emparenta de un modo inaudito al aparato psíquico. Lo que les relaciona íntimamente es la capacidad de producción de imágenes cuya conexión, evolución, estructuración y destino obedece en una medida mínima a la lógica de la conciencia y de la razón, imágenes que, por el contrario, obedecen a la lógica del sueño y del inconsciente.

El cine está determinado, de tal suerte, por el carácter propiamente mágico (en el sentido que los neoplatónicos del S.XVI daban al término, es decir, como un saber oculto que desvela las conexiones internas de los elementos naturales) de sus dos antecedentes históricos directos en la evolución de las máquinas de proyección de imágenes que comienza con la perspectiva a mediados del S.XV: la fantasmagoría, inventada a fines del S.XVIII por Etienne Gaspar Robertson, y que consistía en un espectáculo de proyección de fantasmas, esqueletos, cabezas monstruosas flotando en el aire, sonidos de gritos y aullidos, gracias a la utilización de linternas mágicas, anamorfosis catóptricas y actores ocultos detrás de cortinas decoradas con imágenes infernales; espectáculo que Robertson instaló en un primer momento en el Couvent des capucins de Paris, en una sala a la que se accedía una vez atravesar el cementerio del convento; por otra parte, la Linterna mágica, perfeccionada y puesta a punto a fines del s. XVII y después de una larga evolución (que comienza con la cámara oscura), por el jesuita alemán Athanasius Kircher; la linterna mágica, grandes cajas que proyectaban imágenes en movimiento y que eran transportadas por viajeros que, a cambio de una modesta suma, brindaban espectáculo a domicilio.

Tanto en lo que refiere a la Linterna mágica como en relación a la fantasmagoría, y por ende en lo que respecta al aparato cinematográfico, el espectador se identifica a las imágenes que ve proyectadas frente a si a partir del contacto directo, diríase casi la fusión, entre su aparato psíquico (dominado por el inconsciente y por el automatismo de las imágenes de la memoria) y esos aparatos que refieren, para decirlo con Walter Benjamin, a un inconsciente maquinico.

Para comprobar que lo anterior no corresponde únicamente a especulaciones teóricas, nada mas recomendable que ver un film de Ruiz. Sea Los misterios de Lisboa, recién estrenado en Paris y en Lisboa, y que obtuvo el Premio al mejor director en el ultimo Festival de San Sebastián.

Ruiz se ha caracterizado por llevar al limite, redefiniéndolas, las posibilidades técnicas del aparato cinematográfico. En Los misterios de Lisboa, film que por su duración (4 h 26 mn), sus preocupaciones esenciales –filmar las fugas del tiempo, las coagulaciones y configuraciones anacrónicas de la memoria- se emparenta a El tiempo recobrado (1999), esta inquietud estética esencial es llevada a su apogeo.

En primer lugar, la idea (propuesta a Ruiz por el productor portugués Paulo Branco) de filmar un feuilleton (novela por entregas publicada diaria o semanalmente en periódicos o revistas de gran circulación) de Camilo Castelo Branco es de por si desmesurada, pues se trata justamente de lo que cualquier productor de la industria rechazaría, ya que el feuilleton implica, por su propia estructura, contrariar el principio básico que constituye la noción de film particular a dicha industria: la noción –definida y deconstruida por el propio Ruiz- de conflicto central: prejuicio según el cual un film debe estar estructurado a partir de una historia que, no obstante los diversos desarrollos, desvíos o configuraciones paralelas que pueda tener, continuará siendo igual a si misma –soportada por el conjunto de personajes principales, secundarios y extras del film- y determinará la sumisión de los demás elementos del film a la elaboración, progresión y culminación de dicho conflicto central. El feuilleton, cuyo origen en la Europa de la primera mitad del S. XIX obedece a las nuevas condiciones de la relación entre el escritor y la institución económica, fundamentalmente en lo que refiere a la aparición de un modelo de escritor profesional que debe ganarse la vida publicando la mayor cantidad de textos posibles y que puedan tener una mayor llegada al lector –figura que, verdaderamente, no inquietaba en demasía a los autores clásicos-, este nuevo modelo de la novela por entregas determinó de una manera esencial la obra de los grandes inventores de la modernidad literaria: Poe, Dickens, Sthendal, Balzac, Dostoievski, Dumas, etc. Ruiz ha tenido el coraje entonces de reconsiderar este género que, desde la feroz critica a que le sometieron los simbolistas y fundamentalmente las vanguardias, había permanecido en el nivel de lo estéticamente irrelevante (existiendo todavía bajo la forma de Best-sellers, sagas de fantasía o telenovelas). La inquietud cinematográfica de Ruiz se concentra básicamente en lo que de interminable, abierto y complejo posee el feuilleton en su obligación de continuar siendo publicado semanalmente, captando la atención de la mayor cantidad de lectores durante la mayor cantidad de tiempo posible, en fin, en relación a una cierta temporalidad desmesurada que contiene en su estructura, y que, en tal sentido, es permeable a una preocupación estética desde siempre presente en el trabajo de Raul Ruiz: lo que, tal vez, habría que definir como la condición de espectralidad profunda que atraviesa y funda esta obra, condición que implica que cada imagen, cada plano, cada sonido o texto de un film estará siempre cruzado por su doble, dominado por la ley de la repetición de lo que no existe o podría haber existido, de lo que pone en evidencia (en imagen, en presencia) la conjugación en modo de futuro anterior de lo real.

En tal sentido, Los misterios de Lisboa obedece a la ley profunda que rige al feuilleton: repetición sin termino de eventos y sucesos que, en obediencia a lo que define a la repetición –la repetición se repite a si misma y de tal suerte permite que aparezca la diferencia- van a aparecer siempre vistos y re-vistos desde diferentes ángulos, desde enfoques y perspectivas inauditas. No es de extrañar que Ruiz, en cada uno de sus films, obligue al aparato cinematográfico –que es, como la perspectiva, un aparato de proyección- a practicar una suerte de anamorfosis fílmica; pues si lo que define a la perspectiva es la constitución de un espacio visual ordenado de tal modo que permita la elaboración de un relato siempre gobernado por un punto de sujeto que se organiza de acuerdo al modo en que el ojo organiza el espacio, relato por tanto que podrá elaborar sin mayores inconvenientes un conflicto central, la anamorfosis (llamada, desde que se inventó en Francia y Alemania a mediados del s. XVII, perspectiva curiosa o perspectiva aberrante) permitiría la elaboración no ya de un relato organizado desde el punto ejemplar del conflicto central sino mas bien de un sinnúmero de historias que apuntan a los intersticios o pliegues de la realidad y que nunca se bastan a si mismas, produciendo siempre un número infinito de dobles o espectros, tal y como la anamorfosis implica que, al estar frente a la imagen no observamos mas que un grupo de signos confusos y sin sentido, pero al ubicarnos a un costado o lateralmente (allí donde aparece lo que Lyotard, tratando de la anamorfosis, denominaba opacidad de la imagen) se configura precisamente una organización normal que, en el fondo, define un modo de normalidad de la anormalidad. En Los misterios de Lisboa las anamorfosis (una de ellas una cita directa a la anamorfosis de un cráneo de esqueleto tal como aparece en el cuadro Los embajadores de Holbein) aparecen en el momento en que las potencias de la memoria o del inconsciente se imponen a la organización normal del espacio. Ruiz ya había demostrado, al filmar la obra maestra de Proust (El tiempo recobrado, 1999) el virtuosismo con el que podía llevar a cabo uno de los grandes proyectos del cine moderno: filmar el tiempo, transformar en imagen fílmica, gracias a las posibilidades del aparato cinematográfico, la duración. Si, para ello, Ruiz apelaba a la practica del Tableau vivant a la que ya recurría por lo menos desde La hipótesis del cuadro robado (1976), en Los misterios de Lisboa podemos decir que es a partir de las anamorfosis fílmicas que Ruiz constituye el mecanismo visual que le permite apropiarse de la potencia fantasmagórica y espectral del tiempo y de su organización discontinua por la vía de la memoria.

La obra del escritor portugués Camilo Castelo Branco relata las hazañas de Joao, un niño que vive en el Seminario dirigido por un misterioso sacerdote, el Padre Dionisio, cuyo carácter voluntarioso y pasado oscuro hacen de el un personaje enigmático y ambiguo. Huérfano, Joao hace del descubrimiento de sus orígenes el sentido de su vida; esta se bifurcará en el encuentro de un sinfín de personajes, cada uno de los cuales, en un determinado momento, protagonizará una historia, su historia particular, que se cruzará una y otra vez, gracias a un sinnúmero de pliegues fantasmales, con todas las demás. De tal suerte, Los misterios de Lisboa no es un sólo film, sino varios films que se entrecruzan y configuran una obra disimétrica, abierta a una multiplicidad de destinos y sentidos; no en vano Los misterios… dará origen a una serie (en varios puntos distinta al film, pero que de el surge y a el vuelve) que será mostrada por la cadena franco-alemana Arte el año próximo.

El efecto que producen estos entrecruzamientos, estos pliegues que se repliegan incesantemente sobre si mismos, es el de un particular tipo de embriaguez. El efecto global es el de una gigantesca anamorfosis fílmica; es como si toda frontalidad, toda organización a partir de un punto de sujeto que determinara una jerarquía estable y permanente (personajes mas importantes que otros, momentos privilegiados, imágenes-clave) fueran desechadas para privilegiar la lateralidad de la percepción, la oblicuidad de la mirada, la opacidad de lo que aparece. En una entrevista a France culture de hace unos días, Ruiz confirmaba que de esa manera intentaba filmar la temporalidad propia al S.XIX; sabemos que Benjamin definió dicha temporalidad como fantasmagórica. Por su parte, en la critica que publicó en el ultimo número de Positif, Guy Scarpeta ponía atención en el particular efecto de oblicuidad (de opacidad, por ende) que aparece en el film en virtud del modo ambiguo, nunca directo y siempre paradójico con el que los personajes se comunican entre si, y sobre todo, de los bellísimos plano-secuencia que dan al film un ritmo de río, de flujo incesante; es como si un ruido secreto, un rumor oscuro y venido de ninguna parte, atravesara, como un oxido corrosivo, cada frase, cada fenómeno discursivo: Ruiz, como siempre, consigue este efecto gracias a una banda de sonido poblada de ruidos que no corresponden necesariamente a la acción o a lo que aparece en el plano, y que en ese sentido agudizan el efecto de espectralidad. La aventura de Joao es la aventura del Padre Dionisio, y la de este la de la madre del niño, y la de esta a su vez la de su amado muerto prematuramente, y la de este ultimo la del cruel Marques con el que finalmente se casó su prometida, y así hasta el infinito; es la memoria entonces la que impone su lógica paradójica, y esta puede ser captada de una manera particularmente precisa por el aparato cinematográfico.

Después de cuatro horas y media de film el efecto no puede ser otro que el una particular embriaguez. El film, en su carácter de anamorfosis gigantesca, continúa trabajando intensamente en nosotros: el aparato psíquico se ha fusionado con el aparato cinematográfico, y sus efectos en nosotros son por tanto impredecibles, y aparecen sobre todo cuando dormimos o cuando, en nuestra a veces muy aburrida vida cotidiana, algo se quiebra y se abre al infinito gracias a un singular efecto de poesía.

 

 

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