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Opinión: “Cuando Éramos Españoles…”

La España que nos helará el corazón

Los podemitas que han irrumpido irrespetuosamente en el Congreso son producto de una generación incubada en las peores lacras de la Transición

martes 26 de enero de 2016, 01:16h
La España que nos helará el corazón

Por Laureano Benítez Grande-Caballero (*)

26ENE-16.- Sí, son ellos. Los reconocí al momento. Son los hijos de la ira, los hijos de un dios menor ―si no fuesen ateos―. Los hijos de la LOGSE, de la escuela laica, los hijos de una democracia mal entendida, los bisnietos del 36, los nietos de la movida hippie y del mayo del 68: los hijos de la Transición.

Entraron en el Congreso como los okupas en una cacharrería, como los comancheros en un poblado del Far West, como los complotenses en una asamblea somosagüera: chulos, prepotentes, bravucones, perdonando vidas, mirando con desdén a las bancadas contrarias, como si bajaran de un Sinaí cualquiera con las tablas de una Ley que han diseñado en sus conventículos antisistema, y en la que nos explican a los pobres mortales una Verdad que solo ellos conocen.

Todo era puro teatro, como corresponde a los buenos demagogos, siempre pirrados por las cámaras y los micrófonos, mientras miran ególatras a sus claques bajo el síndrome del aplauso tuitero: la Bescansa enseñaba su nene ―ella, que apoya el genocidio del aborto libre y sin cortapisas―, Pablete lo levantaba para que le hicieran fotos, alzando después ridículamente su puño para presumir de revolucionario…mientras el Alberto paseaba sus rastas y su jersey sin camisa, y todos se mofaban de la Constitución diciendo bufonadas progres, mancillando el hemiciclo con su zarrapastrosería y algún toque perroflautero.

Son «la gente», «los de abajo»… Los conozco bien, porque he visto a muchos de ellos durante los 35 años que ejercí de profesor. Al comienzo no había muchos ejemplares de esta calaña, pues los alumnos se cuadraban ante el profesor, le hablaban de usted, le traían regalos de la huerta de sus progenitores, se levantaban cuando entraba en el aula, le trataban con deferencia y le miraban como a alguien que tenía los galones bien puestos.

Pero fueron pasando los años, y llegaron las irreverencias, las faltas de respeto, el tuteo, los profesores liberales y democráticos que eran amigos de ellos, que les consentían todo y les reían sus gracias, no fueran a frustrarles y crearles traumas freudianos… Y comenzaron a destacar los mediocres, los chulos, los mafiosillos, los disruptivos, que boicoteaban las clases sin que se pudiera hacer nada, ante la enorme burocracia que suponía ponerles de patitas en la calle. Fue así como se hicieron los líderes, pastoreando borregos amedrentados, haciéndose los amos del poblado, siguiendo la máxima que dice: «Échate al cuello un cencerro, y te seguirá todo el pueblo».

Eran también los reyes de la casa, los niños mimados, colmados de cachivaches, al que todo se les consentía por unos padres que querían comprar su cariño atiborrándolos de mercaderías para compensar el poco tiempo que dedicaban a su educación, pues tenían que trabajar de sol a sol debido a horarios incompatibles con la conciliación familiar, o para poder pagar los lujazos que necesitaban para ser más que el vecino.

Es así como surgió la generación de maleducados, formada por individuos que, además, eran incapaces de someterse a una disciplina, de obedecer una norma por simple que fuera: para ellos la obediencia es fascismo, la disciplina es fascismo, el respeto es fascismo… Acostumbrados a hacer su santa voluntad por una familia permisiva, por una educación «democrática» y una sociedad acomplejada por no parecer fascista, se maleducaron en la cultura de la vagancia pandillera, abrazando farolas y meando pilas mientras se reían de los empollones, pensando que palabras como esfuerzo, sacrificio, dignidad y honor eran patochadas para gente estúpida y trasnochada.

Por el camino, en esta macabra línea del tiempo, rompieron las copas de la madrugada, donde nuestros valores, nuestras tradiciones y nuestros principios como colectividad y como país fueron destrozados en un holocausto de cristales rotos, de laicismos y «cafésparatodos», de corruptelas, libertinaje, alcaloides y botellones.

Algunos sacaron títulos universitarios ―por ejemplo, en la Facultad de Ciencias Políticas de Somosaguas―, pero «lo que natura no da, Salamanca no otorga», ya que siguieron suspendiendo en educación, en respeto, en disciplina. Y a toda esta morralla tabernaria la llamaron «progreso», «cambio», «asaltar el cielo».

Aquí están los caladeros de Podemos; ésta es la generación que tan bien conozco, y que vota alos podemitas porque son «modernos», jóvenes, tuiteros, no llevan corbata, legalizarán el cannabis, arrasarán la Iglesia, repartirán el maná celestial entre los ninis que tanto abundan entre ellos, que podrán vivir sin mojarse el culo… sí, maravilloso para ellos, que nunca aprendieron la cultura del sacrificio, del esfuerzo, de la disciplina.

Pero llegó la hora fatídica, el desolador momento en que salieron de sus madrigueras con sus ejércitos de orcos, en que abandonaron las cavernas del Tártaro para insultar a las corbatas, amenazar a los señoritos y los pijos… Y así okuparon el Congreso como quien profana un templo, como si fueran meteoritos dispuestos a exterminar a los dinosaurios conservadores, haciendo chanzas sobre la Constitución, prometiendo en arameo sus payasadas giliprogres. ¡Qué graciosos!

Sí, los reconocí enseguida. Sabía que algún día tendría que pasar, porque «la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos».

Y aquí los tenemos: ateos, animalistas ―pero abortistas―, antiespañoles, zarrapastrosos, ineptos, malencarados, maleducados, chiripitifláuticos, grotescos… puro esperpento… Son la España que nos helará el corazón, como advirtió Aristóteles: «La turbulencia de los demagogos derriba los gobiernos democráticos».

Y de Machado a Lorca, pues este escalofrío en la noche que siento al ver en el Congreso a esta chusma que tan bien conozco se puede expresar con estos tremendos e inquietantes versos de Lorca: «La luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo quiere ser dolor de sangre».

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