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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan”

Un médico de verdad

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

lunes 16 de noviembre de 2015, 02:30h
Un médico de verdad

Llegaba doblado. El dolor - como si una sierra metálica de largas y brillantes dentadas relucientes le hubiese serrado la espalda de lado a lado por detrás, aviesamente, - no le dejaba casi respirar. Un bache profundo cogido por un taxista muy cerca de su casa le había dado la puntilla.

Su mujer, con esa peluca que lleva que no es sino su pelo, solo que a veces le recuerda “Las Meninas” de Velázquez, se vestía parsimoniosamente con ese estoicismo que la caracterizaba al verme enfermo una vez más. La familia estaba harta, se comprende, las pequeñas y grandes enfermedades se sucedían y para una pequeña familia formada por mujer, hija y padre, aquello podía resultar más que insufrible. Si además a eso se añadía el que el buen hombre estuviera casi siempre hablando de lo mismo, de la literatura vista por delante, por detrás, por debajo y en pelota picada, hacía que muchos comenzaban a llamarlas santas, de ver la paciencia que tenían escuchando siempre lo mismo o casi lo mismo en sus diferentes variaciones.

Pero aquel día, o mejor aquella noche, el dolor era de los de verdad y la pequeña mujer velazqueña de pelo negro, entrecano y alisado, terminaba de vestirse mientras el otro la esperaba ya impaciente, con la puerta abierta del rellano de la escalera y la otra mano en la del ascensor.

La pequeña sala de visitas estaba medio vacía pero el traumatólogo aún no había llegado, había que esperar.

Ella le ofreció una revista sanitaria para que se entretuviera, pero él ni la cogió, mascullaba sapos y culebras amén que alguna blasfemia alicorta y censurada pues para colmo de cosas era creyente aunque su hija no se lo creyera a la vista de las incongruencias y desatinos que a su modo de ver constituían el día a día de su padre.

Por fin por el altavoz acústico y la pantalla de plasma se oyó el número de su padre, un número pronunciado con eco y ella, a aparentemente santa, levantando la mirada del suelo señaló con su dedo índice la puerta de entrada a las consultas.

Doblado, mascullando espumarajos mentales por la boca, levantó también algo la mirada. No conocía a aquel hombre. Un hombre, se suponía el médico de mediana edad, moreno, algo grueso sin llegar a serlo del todo y no precisamente simpático o locuaz.

--Usted no me conoce, creo que no nos hemos visto nunca.

-- Pues no.

-- Yo soy el paciente, vamos, asiduo de la casa.

--¿Y qué le ocurre?.

-- Pues que una sierra larga, metálica y dentada me ha serrado la espalda.

Optó por la literatura, pero aquél hombre ni se inmutó, solo dijo con voz pausada y queda.

--Me puede decir su edad, ¿es alérgico a algo?

Y en vez de contestar en un desplante de chulería inoportuna y grotesca, como mostrando así cuán inteligente era, respondió.

--¿Es usted cubano?.

--Si, señor.

El dardo había dado en la diana, pero sin dejarle disfrutar de aquel pequeño triunfo, el otro dijo.

--Quítese la camisa y los pantalones y túmbese en esa camilla.

Miró la camilla y miró al médico y le extrañó su proceder, porque si lo que le dolía era la espalda, no comprendía qué le tenía que mostrar el pecho y el abdomen.

Pero fue entonces cuando el médico cubano comenzó a palparle, a pulsarle y oprimirle distintos puntos de su cuerpo. Aquí le dolía, aquí no, aquí soltaba un grito, el médico entonces retrocedía y pulsaba otro lugar, otra tecla. Era como una sinfonía acompasada interpretada al piano, más bien un danzón cubano. Sí, mejor que un cha- cha-chá.

Pero el médico quería cerciorarse mejor y sorpresivamente volvía a pulsar el mismo punto doloroso del paciente y lo hacía con más o menos fuerza, y el enfermo dolorido soltaba un grito más o menos agudo.

Al cabo de unos minutos el galeno había descubierto, declarado, definido y diagnosticado varias dolencias desconocidas del paciente, pero sin mostrar el más mínimo orgullo se limitó a diagnosticar con precisión inaudita el mal que le aquejaba… y eso sin hacerle ninguna radiografía, ni analítica, ni mucho menos ecografía o resonancia magnética.

El enfermo comprendió la lección de aquel hombre sencillo que venía de un país comunista sin apenas medios, con escasas medicinas y posiblemente sin ningún armatoste sofisticado para decir qué aquejaba al paciente en lugar de decirlo el galeno.

Si. Fue una sinfonía en su propio cuerpo, interpretada por un hombre genial que le traía recuerdos de un pasado lejano, muy lejano, un mundo donde todo era sencillo, un mundo sin televisión y sin apenas radios, un mundo con muy poquitos coches, donde los seres humanos pensaban y reflexionaban, hablaban entre sí y solían reunirse en aquellas tertulias en cafés señoriales.

Se incorporó y quiso decir algo al médico pero no pudo. El doctor fijando la vista en él, preguntó.

--¿No puede respirar?.

Y en ese momento, en ese instante, el hombre enfermo comenzó a sollozar.

El doctor miró de nuevo a la mujer y ésta para empeorar más la situación comentó.

-- Se acuerda de un amigo cubano, como usted, un amigo ya muerto. Muy querido.

Como lo que dijo su esposa no se atenía en absoluto a la realidad y sin embargo le recordaba algo muy querido y penoso, el paciente rompió a llorar más fuerte, ya sin control alguno. Dos enfermeras jóvenes le miraban asustadas mientras su mujer le tendía clínex y más clínex.

Al cabo de un buen rato, cuando hubo terminado de sollozar y antes de abandonar la pequeña salita de la consulta, mirando al doctor le dijo con voz emocionada.

--No conozco La Habana. Me gustaría ver el Malecón, debe ser muy hermoso.

El médico cubano sin variar el tono y la postura respondió con esa tranquilidad, con esa paz tan propia del Caribe.

-- Sí, lo es. Nadie debería morir sin conocerlo.

Iban a salir ya, pero fue ella quien acercándose a aquel hombre, percatada de que era un médico de antaño, un médico de los de verdad se interesó en conocerle, pero él le explicó su contrato miserable y precario, su sueldo tan risible y la imposibilidad de atender a nadie de forma privada que no fuera en aquella consulta.

(*) Germán Ubillos Orsolich

Nació en Madrid y es Premio Nacional de Teatro. Premio Guipúzcoa de Teatro, Premio Provincia de Valladolid de Teatro, Premio Julio Camba de Periodismo, Premio “Correo Español – Pueblo Vasco” de Periodismo, Premio Ciudad de Zamora de Periodismo, Finalista Premio Nadal de Novela, Guionista de Televisión Española Espacios Dramáticos. Es autor de varias novelas entre ellas: “Largo Retorno” (Con filme de Pedro Lazaga y música de Antón García Abril) “Proyecto Amenazante”, “Cambio Climático”. “Cambio Climático – Los Supervivientes”, “Cambio Climático – El Retorno” (Trilogía),(Ed. Entrelíneas Editores), El viajero de sí mismo”, “Malín”, “La Peste Negra – Vida más allá de las estrellas”, “La calle de los Amores” (biografía), “El hielo de la Luna”, “Los desiertos de Marte”, “La calle de los amores “(Memorias).- Ed. Belgeuse, “ Más allá del Purgatorio (Novela), Ed Belgeuse , “La Infancia Mágica “ (Biografía).- Ed. Belgeuse Es autor teatral y algunas de sus obras son: “La Tienda” (Ed. Escélicer)- Premio Nacional de Teatro, “El llanto de Ulises” (Ed. Escélicer)- Premio Guipúzcoa, “El Cometa Azul”, “Gente de Quirófano” (Ed. La Avispa) Premio Provincia de Valladolid, “Los globos de Abril” (Ed. Escélicer)

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