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Opinión:

La verdad

Por Luis Méndez (*) y enviado por José Antonio Sierra

miércoles 11 de noviembre de 2015, 01:23h

El problema de la verdad es que muy pocos creen en ella. No hablamos de la verdad científica, hasta cierto punto verificable, sino de una verdad más bien de carácter moral y que está entroncada con la lealtad a unas reglas de buena fe. Antesala fundamental de esta verdad es la de su búsqueda, de forma que es más importante la investigación que la propia conclusión obtenida, ya que significa anteponer la duda a la certeza. La certeza demuestra que cualquier idea queda obsoleta por el transcurso del tiempo.

Respecto a la buena fe no hay que perder de vista que es un término en vigor, que se aplica con sus propias e indefectibles reglas. No estamos hablando de quimeras, sino de realidades que son.

La política siempre ha sido una, con pocas variaciones en su esencia misma, pero en los últimos lustros se ha asentado la idea de que había de ser forzosamente sucia. Conseguir que esto se admita como una verdad invariable ha sido un triunfo de los que han abandonado la finalidad verdadera de la política, es decir, la de servir a los demás –sobre el término de servir también se puede hablar mucho-

Pero no es cierto que la política haya de ser esencialmente una actividad sucia, que sea un juego de vivos para vivir de bobos. Admitir esto es ser un bobo para beneficio de los vivos y multiplicar sus posibilidades. La prueba de que la política no es tal juego está en que muchos han perdido la vida por ella, o en que se hayan pasado media vida en prisión, y no por haber realizado precisamente algún delito contra la hacienda pública.

Una regla para aproximarse a esa verdad moral es la de no admitir para los demás lo que no se desea para uno mismo. Vieja regla cristiana que no ha sido aplicada con demasiado rigor ni entusiasmo. Precisamente porque la naturaleza del hombre es tramposa es por la cual hay que afinar tales requisitos. En la propia teoría económica se demuestra que el engaño termina perjudicando a los propios que lo ejercitan.

En estos días habría que recurrir con más necesidad que nunca a esa buena fe entre nosotros, para aclarar los campos y expulsar de las filas de la cosa pública –y privada- a aquellos que creen que por la gracia de Dios tienen derecho a prevalerse de todo. Y junto a esto deberíamos vigilar nuestras propias actuaciones y reglas de convivencia, mediante ese método tan eficaz que es el de la pregunta constante.

Ahora yo me pregunto:

¿Por qué es más determinante lo que quieran 51 a lo que quieran 49? Lo normal es que se les aplicara una unidad (+1) de beneficio, no más.

¿Qué sentimos al haber creado unas reglas que a los que en realidad han tenido 49 se les otorga 51? Eso es lo que tiene de malo la trampa, que un día se volverá contra ti y te la aplicarán tramposamente. Entonces tú te cuerdas de la verdad y del juego limpio.

¿Por qué un separatista de allá es un héroe y un separatista de aquí un villano? Más bien habría que decir que tales situaciones responden a egoísmos colectivos, bastante miopes, y que en el mundo que se está configurando, cada estado que se debilite significará fortalecer ese poder anónimo que pretende un gobierno mundial en el cual ya sabemos quienes perderemos en beneficio de las grandes corporaciones.

¿Por qué un estado que invoca la independencia –como una causa moralmente legítima- luego se vuelve extremadamente unitarista y le niega el mismo derecho, es decir, la independencia, a sus regiones? Si la raíz de ese estado está en que pudo separarse, negar posteriormente esa raíz a los demás es cuestionar (anular) su propio derecho.

¿Por qué nuestras izquierdas, que comenzaron con un principio muy razonable, el de derribar fronteras, ahora se empeñan en levantarlas como si se tratara de una cuestión indiscutible. Si los hombres han de ser iguales entre sí ¿por qué acotar territorios para establecer desigualdades respecto a los antiguos compatriotas?

¿A qué pertenecen los hombres, a sus terruños o a sus ideales?

En la nueva entidad política ¿habrán desaparecido los poderes que imposibilitan la justicia social o puede incluso que se fortalezcan al ser un nuevo estado, y por lo tanto más débil?

Se dirá: es que los otros hermanos son corruptos. Los otros hermanos no, algunos de ellos Pero ¿no los hay también entre estos hermanos, son mejores? Ni tampoco podemos decir que sean menos eficaces, hasta ahora no se ha demostrado. Ni víctimas de robo ni eficacia.

Se dirá: un referéndum lo decide todo. Sí, pero ¿entre quiénes? ¿con qué porcentajes? Nos hablarán de mayorías simples porque son poderes constituyentes, no constituidos, pero ese es un sofisma más. Algo tan esencial no lo pueden decidir 14.000 mil votos aquí o allá, -que por cierto, ahora no están por la diferenciación-. Esa mayoría cualificada no ha de basarse en las reglas dadas, sino en reglas que basadas en la racionalidad, de forma que se busque una fórmula que otorgue a cada proporción su derecho.

Nos hablarán de los derechos de los de la región, sin explicarnos por qué se olvidan los derechos y esfuerzas de aquellos a los que se les niega la participación. ¡Es que les afecta únicamente a los de la región! Falso: le afecta a los de la región a los cuales se les niega su proporción de fuerza –en el caso de que perdieran- y a los de fuera de la región, que de repente verán su cuerpo amputado.

¿Se pretende que todo lo dicho es absolutamente verdad? No, se estaría contradiciendo el fondo de estas líneas. Se discute que es lamentable que el espíritu humano dependa de +1 o de -1 cuando todos necesitamos de todos. Pero cuidado, por ahí hay animales depredadores que se frotan las manos cada vez que una de las piezas se debilita, y ya van demasiados estados fallidos.

¿Cuánta culpa tienen de esto los irresponsables que no supieron que la ejemplaridad es fundamental en la política, y que equiparan malas artes a habilidad?

Lo antedicho sirve también para los ejercicios gubernamentales: para dar un giro de 180 grados a un país hacen falta algo más que unos pocos escaños de diferencia (sobre todo con leyes electorales tan malabarístas). Hay un dicho sobre la democracia que se ha olvidado absoluta e interesadamente: la democracia es el gobierno de las mayorías con el respeto hacia las minorías. Seguramente esto se pensó cuando las minorías poderosas temían perder la mayoría. Cuando vieron que su poder se consolidaba, ¿para qué respetar a las minorías, si aquí nunca hubo buena fe?

(*) Luis Méndez es Funcionario de la Administración local.

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