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Opinión: ¿Quién Me entiende A Mi…?

El Guardaespaldas

Por Concha Pelayo (*)

lunes 17 de agosto de 2015, 02:02h
El Guardaespaldas

Dicen que una imagen vale más que mil palabras y todos hemos utilizado esta expresión en alguna ocasión. Pues bien, hoy vamos a interpretarlo al revés porque una palabra, dos en este caso, pueden ofrecernos mil imágenes. A saber: ante el título de este escrito, “El Guardaespaldas” el lector pensará inmediatamente en un hombre forzudo, un cachas” que camina junto a un jefe de estado, un rey, un ministro, un actor famoso, un cantante, una actriz. También imaginamos a un hombre de estos apostado en la puerta de una discoteca, o de un establecimiento donde se celebra un evento para prohibir la entrada a los no invitados. En definitiva, alguien que por defender a sus protegidos será capaz de todo, incluso de matar. Como ven, un guardaespaldas sugiere numerosas imágenes.

Archivo fotográfico, Máximo Pelayo. Serie: familias numerosas.
Archivo fotográfico, Máximo Pelayo. Serie: familias numerosas.

Pero hoy voy a referirme a otro tipo de guardaespaldas, a esos que no muestran esa apariencia de fuerza física porque no van a atentar contra nadie pero que su actitud puede, sin pretenderlo, hacer de sus protegidos seres pusilánimes, cobardes, veleidosos o egoístas a los que, desde siempre, se les consiente que hagan su voluntad o capricho sin recibir ni un solo reproche o castigo lo que va a repercutir muy seriamente en los que no reciben la misma protección o trato.

Como no es posible continuar sin ejemplos, voy a aventurarme y a referir lo que yo creo que, también, este tipo de guardaespaldas puede provocar en el mismo seno de la familia donde conviven padres e hijos. La familia, como todos saben, pero conviene recordarlo de vez en cuando, es el núcleo más universal donde se fundamentan los principios de convivencia, solidaridad, amistad, protección, compasión, amor. Todo, en definitiva, para que cualquier miembro de una familia crezca y se desarrolle sin complejos, sin fisuras, sin envidia, lleno de amor, en definitiva.

De algo tan sencillo como lo que expongo se podría deducir que si todos los seres humanos hubieran recibido de sus padres el mismo trato, nunca habría habido problemas entre ellos, no habría familias que no se tratan, no habría hermanos que no se hablan, no habría discusiones, ni conflictos, ni odios, ni envidias, ni crímenes. Todos viviríamos en un mundo feliz.

Me atrevería a decir, incluso, que si cualquier ser humano no se hubiera sentido, de alguna forma, discriminado, subvalorado, comparado, despreciado o menos querido que sus otros hermanos, me atrevería a decir, insisto, ni siquiera existirían las guerras.

Los padres, y más concretamente las madres, tienen tendencia a proteger más, -entienden ellas- a los más débiles. A éstos, como son más vulnerables, -entienden- se les consiente más, se les perdona, se les protege ante cualquier situación sin tener en cuenta que los otros hermanos sufren por ello porque éstos también se sienten vulnerables, solos, incomprendidos, tristes aunque no lo demuestren. Y así van creciendo y formándose unos y otros y los años van pasando sin que los progenitores se hayan percatado de que entre esos hermanos ha ido creciendo, además del amor y la amistad, también la ira, el rencor, el odio o la envidia. Sentimientos que están dormidos, cubiertos, como a las brasas cubre la ceniza, pero que en el momento menos inesperado, por un “quitamealláesaspajas” que se puede traducir por miles de situaciones familiares que todos conocemos, despertarán con virulencia y aparecerán los reproches, las palabras hirientes, el dolor. Un dolor profundo e intenso que quema el alma y abre ese túnel oscuro que no tiene salida. Porque no hay nada más doloroso que alguien a quien queremos no empatice con nuestro sentir, que no sea capaz de ponerse en nuestra piel. Que ni lo intente siquiera. Existen demasiados guardaespaldas que matan sin hacer daño.

Por ello, se hace imprescindible, tanto desde casa como en las escuelas, formar a los niños en educación emocional. Saber gestionar tanto nuestras emociones como las de los demás. De nada sirve tener un expediente profesional brillantísimo si no somos capaces de comprender al que sufre a nuestro lado. De nada sirven los triunfos personales si no somos capaces de sentir dolor ante tanta iniquidad.

(*) Concha Pelayo. Escritora. Miembro de AECA y FEPET.

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