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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan”

La Casa Museo

Por Germán Ubillos Orsolich

lunes 29 de junio de 2015, 02:09h
La Casa Museo

Se me ha ido un amigo de una fuerza descomunal, un amigo que más que amigo era como un hermano. Su padre era socio de mi padre en un negocio que llegó a ser muy próspero y conocido en todo Madrid.

Su padre era un hombre de acendradas ideas religiosas era además un gran trabajador y se compenetraba con mi padre de una forma perfecta. Era un hombre excepcionalmente bueno y bien educado, él y toda su familia, era preciso estar con ellos en familia o en cualquier lugar, eran como la guinda de mundo lleno de coherencias donde las pasiones eran siempre atemperadas por un suave control impresionante. Durante muchos años alternábamos las visitas a su casa de la calle Quesada construida por el gran maestro Lamela.

Mi amigo de educación exquisita, empuje extraordinario y simpatía y alegría contagiosas le ha dado finalmente por morirse una muerte que si nadie se merece después de la de Jesucristo, él menos que nadie.

Y eso es lo que más me duele.

No concibo la muerte, no la entiendo en una persona como la de Paco Alfonso. Porque Paco Alfonso era la vida.

Como un manojo de nervios bailaba con su prima Mari Carmen, otra fuerza desatada de la naturaleza, “La conga de Farungo”, aquel baile frenético y genial fruto de la larga postguerra española.

Lo hacía en Terreros o en Zarco y yo algo más pequeño que ellos nunca lo podré olvidar.

¿De donde sacaba Paco Alfonso aquella simpatía, aquella fuerza arrolladora para con todo y con todos? Pues no lo sé, la verdad, pero de forma silenciosa y fuertemente dramática se nos ha ido.

¡Cuántos viajes a las Islas Canarias!. Cuántas visitas a su casa de la Calle Luisa Fernanda esquina a Ferraz y frente al Paseo del Pintor Rosales y la Casa de Campo, de vista impresionante. ¡Cuántos recuerdos de Donosti con mi padre!

Llegaba al tanatorio conduciendo mi propio coche cuando salió al encuentro una mujer extraordinaria que no he tenido un ocasión de tratar como ella se merece. Era una sobrina de Paco Alfonso. De nombre Ana. Ese nombre misterioso salido del arcano más profundo de mi hábitat espiritual, el núcleo del reactor nuclear del alma humana, donde jamás nadie debe osar penetrar. Pues bien ese nombre misterioso y cabalístico tomaba corporeidad de pronto ante mis ojos y me miraba con los suyos con extraña fijeza.

--No esperaba encontrarte aquí, francamente - dijo.

Se había sentado en una de los anchos brazos del butacón donde yo estaba cómodamente arrellanado.

Saben que con mi parkinson no me pensaba mover de allí, además a la altura de mis 72 años es muy difícil que alguien o algo tenga la fuerza moral suficiente como para que yo me levantase. En realidad a esta edad nada importa nada. Quizá tu hija y tu mujer.

Veía los rostros de Maritere, la hermana mayor del difunto y de Ana Mari, la pequeña que le había estado atendiendo desde siempre. También Mari Carmen su amiga de siempre que coincidió conmigo en la última visita que hice al Paco vivo, vamos, al Paco en este mundo.

Notaba que aquella chica joven me miraba con extraña fijeza, mirada de afecto, admiración, atención, rara veneración, miraba, me miraba. Yo apenas recordaba nada de ella, y más adelante tampoco, solo que la prestaran rara atención conversaciones lejanas a mí de los padres de Paco Alfonso, de mis padres, un nombre, una chica que había dado problemas, una chica relacionada con el Islam, con el mundo árabe, con el velo que cubría su rostro, con la separación final y el abandono de aquel que un día fue su esposo, el esposo del Ramadán, de Alá, del Corán. He conocido algún tipo de mujer así, pero muy pocas, mi ahijada Beatriz, monja de la orden de la Asunción, que llegó a ser un alto cargo en la Orden para de pronto abandonarlo todo y salirse con una pérdida total de la fe, y por lo tanto de su trabajo y diría casi que de todo su mundo. Mujeres hermosas, jóvenes, entregadas de lleno al altar de los sacrificios, al Dios, a Yaveh, al marido representante supremo de ese Yaveh o Alá o lo que sea. Cuerpos carnales transformados en ofrendas para el sacrificio, ante el pasmo de personas como yo que si no supercultas si superrodadas, superviajadas, superobservadoras y de vuelta de todo pero no entregadas a nada más por imposibilidad de mi talante personal que por otra cosa, por incapacidad digamos.

Bien. Cuando me puse en pie en el tanatorio a escasos minutos de llegar y sin entrar en la zona donde se vería el cadáver, precisamente con el convencimiento y la indignación que me producía el que el cuerpo yerto del que fuera mi amigo se expusiera al público como si fuera algo que jamás ha sido.

Estoy convencido querido lector que no vas a comprender nada la mezcla de pulsiones que estoy sintiendo mientras transcribo estos párrafos.

Al ponerme en pie ella en una leve postura castrense tendió su brazo, lo dobló amablemente y más que sonreírme me dio a entender que toda ella estaba a mi disposición.

Fuimos caminando hacia el coche muy lentamente, con esa lentitud con que otras mujeres, como mi fuente de energía, caminan cuando van de mi brazo, no sé si por miedo a que me vaya a desintegrar o a derretir como un flan de huevo o un tocino de cielo, o es que ellas están catarquizadas o es que realmente siempre caminan así, como geishas de un extraño edén o paraíso.

Al llegar al coche nos miramos y comprendimos que nos teníamos que volver a ver, pues Ana tiene la rara particularidad que cuando estás con ella todo lo demás desaparece, se desvanece, como en aquellos musicales de Broadway con Gene Kelly o Fred Astaire al frente.

-- Sí, tendré que ir a verte a Quesada, a la casa museo.

-- A tomar un pequeño dulce.

-- La frase “casa museo” quedó galvanizada en aquellos momentos y Ana diría a su madre que desde siempre o para siempre aquella casa, su casa, la casa de sus abuelos, la casa de la calle de Quesada, se llamaría así, “la casa museo” por la ocurrencia de aquel hombre de pelo blanco y en trance de paralizarse de un momento a otro.

Como ella era así, organizó toda una merendola incomprensible e inaudita para que se cumpliera lo que estaba escrito quizá desde los Salmos y el Pentateuco.

Nadie de los que asistieron a aquella merendola tuvo ni la menor idea de por qué habían sido invitados y por qué o qué es lo que celebraban allí.

Mi hermano horas antes me hizo una llamada más dubitativo, confuso y temblón que nunca, pues no sabía por qué había sido invitado ni de qué se trataba.

Por eso al llegar yo allí, aquella tarde ella me enseñó toda la casa, la casa museo, con la unción, con la veneración con la que una novicia muestra los aposentos del convento al señor Obispo. Y yo he de reconocer que estaba algo nervioso, me trascendía aquella situación, aquella chica digamos tan morbosa, sí, esas criaturas femeninas tan hermosas, patológicas y complejas, esas mujeres que han dado tanto que hablar, las mujeres morbosas, porque de morbo está hecho lo más inaudito del universo y la médula más terrible del big-bang del corazón de todo artista que se precie de haber sido capaz de escribir, componer o diseñar algo realmente bueno, algo perdurable, imperecedero.

Germán Ubillos.

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