Emmy Villaverde, una mujer bandera.

Primero venía de América algunos veranos de la mano de su tío Chucho, el marido de Amparito Figueroa, la amiga de mi madre, huidos de la Habana al llegar Fidel Castro. Chucho y Amparo fueron siempre de los amigos más queridos de mis padres y yo y mi hermano Enrique los más queridos, los predilectos de Amparito Figueroa.

Uno de los veranos, aquellos veranos en el Escorial, en la casa alquilada de tejas rojas junto con los Zornoza, apareció Chucho con su sobrina Emmita y su hermano Félix Jesús. Este se quería pegar con cualquier otra pandilla de chicos, quizá mostraba una navaja o sin ella al estilo del filme “West Side Story” del inefable Berstein. Éramos muy jóvenes, muy pequeños aún, pero pronto Emmy, la niña, se transformó en una mujer de deslumbrante belleza. Morena de ojos negros brillantes, de voz grave y aterciopelada con ese acento suave cubano de donde vino. Pero fue en un viaje de placer que hicimos mi hermana y yo a los Estados Unidos donde se manifestó la belleza y la simpatía de aquella criatura inefable.

Creo que hicimos un viaje de Nueva York a Niágara conduciendo Chucho el coche, con mi hermana Mercedes y Emmita en el asiento de atrás.

Yo estaba algo parado o atontado como me ha ocurrido algunas veces en esa vida tan variada y extensa que he vivido. Llegábamos a Niágara de noche y unos kilómetros antes de llegar divisábamos una extraña nube roja salida de la tierra que era ni más ni menos que el polvo de agua fina y pulverizada lanzada hacia lo alto por la inmensa cascada iluminada con potentes focos de colores que en aquellos momentos eran rojizos.

Emmita Villaverde me miró en aquel corto viaje con los ojos de alguien que recuerda su juventud más feliz, como un revival sentimental, como si yo la recordara a ella momentos de su vida en los que aún desconocía muchas cosas, entre ellas quizá la muerte de su querido padre acontecida en Madrid en uno de aquellos viajes. Su padre, hermano de Chucho, que era médico de extraordinaria simpatía y bondad.

La verdad es que a mi edad se recuerdan de pronto las cosas como un fogonazo, como un meteoro radiante que entrara en la atmosfera con luz cegadora y repentina.

El calor, la simpatía que ponía Emmita en las cosas, la cercanía, la proximidad, la riqueza de su personalidad unida a su singular belleza hacían de ella algo desacostumbrado en aquella España franquista de modales más austeros, envarados y reprimidos.

Emmita era más joven que yo, quizá unos nueve o diez años, me llamaba “blue eyes” por el color de mis pupilas que comparaba con las de Frank Sinatra.

En sus breves visitas a Madrid, solía acompañarnos Edu, un tenor lírico de gran simpatía y generosidad.

En América se vivía a un ritmo trepidante y endiablado, se casaban y se divorciaban los jóvenes a enorme velocidad, cosa en aquella España impensable, pero que precisamente al morir Franco comenzó a modernizarse en todos los aspectos, también en el de los divorcios.

Pero a lo que vamos, la fuerza de Emmy, ese calor dulce hecho de simpatía y de sincero afecto me es muy difícil de comparar con el de otras mujeres que he conocido en mi ya larga vida.

En Nueva York, en el camerino del Radio City donde Julio Iglesias actuaba y después de la función, con la estancia llena de presidentes, de la Paramount, de la Fox, la Coca Cola, la Philips, la Sony, etc, todos apretujándose entre sí, Julio Iglesias, mi amigo, abriéndose camino y llegando hasta mí con los ojos muy abiertos mientras miraba a Emmita a nuestro lado exclamaría: “! Germancho, ¿de dónde has sacado a esta maravilla?!”, y acercándose hasta ella la cogió por los hombros. El pobre no pudo hacer nada más pues una especie de tsunami de personalidades se lo llevó por delante hasta el otro lado de la estancia.

Bien, lectores, Emmy Villaverde quedará en mi memoria siempre como un raro meteoro casi sobrenatural hecho de candor, de simpatía y de incomparable hermosura. Una belleza morena, latina, capaz de fundir al metal más resistente, de enamorar a cuantos hombres y mujeres tuvieron la suerte de acercarse hasta ella, de conocerla aunque solo fuese esporádicamente.

(*) Germán Ubillos Orsolich

Nació en Madrid y es Premio Nacional de Teatro. Premio Guipúzcoa de Teatro, Premio Provincia de Valladolid de Teatro, Premio Julio Camba de Periodismo, Premio “Correo Español – Pueblo Vasco” de Periodismo, Premio Ciudad de Zamora de Periodismo, Finalista Premio Nadal de Novela, Guionista de Televisión Española Espacios Dramáticos. Es autor de varias novelas entre ellas: “Largo Retorno” (Con filme de Pedro Lazaga y música de Antón García Abril) “Proyecto Amenazante”, “Cambio Climático”. “Cambio Climático – Los Supervivientes”, “Cambio Climático – El Retorno” (Trilogía),(Ed. Entrelíneas Editores), El viajero de sí mismo”, “Malín”, “La Peste Negra – Vida más allá de las estrellas”, “La calle de los Amores” (biografía), “El hielo de la Luna”, “Los desiertos de Marte”, “La calle de los amores “(Memorias).- Ed. Belgeuse, “ Más allá del Purgatorio (Novela), Ed Belgeuse , “La Infancia Mágica “ (Biografía).- Ed. Belgeuse Es autor teatral y algunas de sus obras son: “La Tienda” (Ed. Escélicer)- Premio Nacional de Teatro, “El llanto de Ulises” (Ed. Escélicer)- Premio Guipúzcoa, “El Cometa Azul”, “Gente de Quirófano” (Ed. La Avispa) Premio Provincia de Valladolid, “Los globos de Abril” (Ed. Escélicer)