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Opinión

¿Es la Federación la panacea en la reforma constitucional?

Por José Antonio de Yturriaga

miércoles 10 de diciembre de 2014, 17:32h
Con contumaz desatino, el Presidente de la Generalitat, Artur Mas, ha trazado su hoja de ruta tras el simulacro del 9-N: celebración anticipada de elecciones autonómicas de carácter plebiscitario –con una lista única de políticos y miembros de la sociedad civil partidarios de la secesión, bajo su liderazgo-, negociación con el Gobierno central para que facilite la autodeterminación de Cataluña, elaboración de una Constitución y creación de las estructuras básicas de un Estado, realización de un referéndum limitado a los catalanes y declaración de la independencia antes de finales de 2016.

De la mayor parte del espectro político han surgido voces angustiadas que reclaman la urgente reforma de la Constitución de 1978 (CE) para acomodar a Cataluña en el Estado español y evitar su separación.

Conveniencia de un acuerdo para reformar la Constitución

Mariano Rajoy ha caído también en la trampa y afirmado que la única fórmula legal para resolver el problema catalán es “plantear una reforma de la CE, traerla a las Cortes y que todo el mundo la debata”, si bien se niega a tomar la iniciativa como sería de rigor. Las constituciones se desgastan con el transcurso del tiempo y el cambio de las circunstancias, y por ello contienen disposiciones para su modificación. Cuan Diógenes, el PSOE ha encontrado la luz y su Secretario General, Pedro Sánchez, repite como una cotorra que hay que reformar la CE para introducir un sistema federal que satisfaga las ansias de los independentistas de Cataluña y de otras Comunidades Autónomas. Lo que aún no ha especificado es cuál es el contenido de esa Federación, ni qué concesiones habría que hacer a los nacionalistas para que la aceptaran. Rajoy no parece ser consciente de que, tarde o temprano, su Gobierno tendrá que abordar la reforma constitucional, so de pena que se la hagan desde fuera los nacionalistas, los populistas de “Podemos” y la izquierda más radical. Es como el intérprete que sólo sabe tocar el piano con una mano y, mientras usa la económica, guarda en su regazo la política, por lo que es incapaz de tocar adecuadamente la melodía. Al estar enfrascado en la partitura económica, ha dejado a la oposición la iniciativa política para modificar la Carta Magna -a la que el PP se opone en principio-, en vez de usar dos manos y hasta cuatro, al alimón con el PSOE. Hay que “aggiornar” la CE –que Jorge de Esteban ha calificado de “inacabada”, como la sinfonía nº 8 de Franz Schubert, por no definir suficientemente el Estado de las Autonomías- para acomodar, no sólo a los catalanes, sino a todos los españoles. Esto va a ser sumamente difícil, si no imposible, ante la radical oposición de las posiciones en presencia -que son antitéticas-, por lo que se bloquea el consenso o un amplio acuerdo. Pese a ello, es imperativo intentarlo, pues el inmovilismo y la táctica del avestruz –tan apreciados por el consejero áulico Pedro Arriola- sólo pueden llevar a la catástrofe. Todos se muestran de acuerdo en la necesidad de completar los derechos fundamentales incluidos en la CE, en adoptar medidas de regeneración democrática que limiten los abusos de la “partitocracia” y -sobre todo- en modificar y hacer más preciso y operativo el Título VIII, considerado “letra muerta” por la Presidenta andaluza Susana Díaz. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato y cómo debe sonar éste?.

¿Debe modificarse la CE para establecer un sistema federal?

El PSOE –a la zaga del PSC- y los nacionalistas menos radicales reclaman un federalismo asimétrico, términos difíciles de conjugar por ser contradictorios: el federalismo requiere la igualdad de todos los Estados federados y la asimetría la desigualdad entre ellos. Si hay igualdad, no puede establecerse una asimetría que satisfaga las reivindicaciones diferenciadoras de los nacionalistas y, si se admite este tipo de asimetría, no habrá igualdad entre los españoles. La CE instauró un vergonzante régimen cuasi-federal asimétrico, al establecer diferencias entre nacionalidades y regiones, y al incluir la malhadada disposición adicional que reconoce los derechos históricos y los privilegios fiscales del País Vasco y de Navarra. Aunque no sea de forma suficientemente explícita, ya consagra los hechos diferenciales relevantes de las Comunidades históricas, especialmente -como ha señalado el TC en su sentencia de 2010 sobre el Estatuto Catalán- en relación con el derecho civil, la lengua, la cultura y la proyección de éstas en el ámbito de la educación, y el sistema institucional. Según Díaz, la CE debe reconocer “las singularidades y hechos diferenciales”, manteniendo la igualdad de todos los españoles y la soberanía nacional. ¿Existen acaso otras singularidades que deban ser incluidas en su texto?. En relación con Cataluña, Santiago Muñoz Machado ha subrayado la necesidad de reconocer los hechos diferenciales en lo relativo a sus competencias, instituciones propias y relaciones con el Estado, lo que supondría concederle mayores poderes legislativos y ejecutivos, a costa de reducir las atribuciones del Estado. No obstante –como ha señalado José María Aznar-, la jarra de lo que el Estado puede ceder sin dejar de existir está ya vacía. Por otra parte, la concesión de competencias exclusivas en materia financiera -a la que aspiró Artur Mas al exigir un pacto fiscal semejante al vasco-navarro- carece de base jurídica y va contra el principio de igualdad de las personas -son éstas y no los territorios las que pagan impuestos- y del sentido común, pues no cabe otorgar un régimen fiscal privilegiado a una Comunidad que aporta el 19% del PIB nacional. El reparto justo y equitativo de los recursos financieros del Estado concierne a todas las Comunidades, por lo que debería ser acordado por todas ellas y no ser establecido de forma unilateral o bilateral. Antes de insistir en la mágica fórmula federal como solución del delicado problema territorial, el PSOE tendría que comprobar si los nacionalistas la aceptan, lo que parece harto improbable. Que abandonen cualquier esperanza –ha advertido Victoria Prego- quienes piensan que convertir a España en una Federación acabaría con las reivindicaciones secesionistas, por lo que carece de sentido esforzarse en una reforma constitucional que no resulte aceptable para los nacionalistas.

Requisitos indispensables para la negociación de la reforma constitucional

El Gobierno ha de iniciar sin demora consultas con todos los partidos con miras a una eventual modificación de la CE, que sería bastante más problemática en las Cortes del futuro, según pronostican los sondeos. Las dos grandes fuerzas políticas actuales, PP y PSOE, deberían actuar con altura de miras y sentido de Estado, lo que hasta ahora no han hecho. Hay varios temas sobre lo que se podría llegar a un acuerdo, tales como la unidad e indisolubilidad de España, el reconocimiento de las singularidades relevantes, la fijación del mapa autonómico, la vinculación con la Unión Europea, la igualdad de sexos en la sucesión a la corona, la conversión del Senado en cámara territorial, el fortalecimiento de algunos derechos fundamentales y la inclusión de otros, o la regeneración democrática. Mucho más difícil sería alcanzarlo en las cuestiones de la organización territorial y de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. En teoría, la fórmula federal sería la solución ideal, siempre que sea aceptada por todos con lealtad y sin reservas, y consagre la igualdad de todos los españoles. Partir de planteamientos apriorísticos sobre los efectos taumatúrgicos del federalismo -como hace el PSOE- o exigir competencias exclusivas no justificadas por la singularidad de ciertas Comunidades –como hacen los nacionalistas- carece de sentido y equivale a perder el tiempo. Aunque sean renuentes, el PP y el Gobierno deben negociar de buena fe para lograr una reforma de la CE que resulte aceptable para una amplia mayoría, sea mediante el perfeccionamiento del régimen autonómico vigente o mediante la instauración de un sistema federal auténtico. Ello permitiría además identificar a los responsables del posible fracaso de la negociación. Los partidos no deben obsesionarse con panaceas milagrosas, ni presentar exigencias inaceptables para la mayoría por ser contrarias al bien común, sino afrontar este delicadísimo problema con pragmatismo, espíritu abierto y -¿por qué no?- patriotismo constitucional.

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