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A 25 años de la Caída del Muro de Berlín

La Primera Vez Que Visité Berlin

Por Concha Pelayo (*)

domingo 09 de noviembre de 2014, 23:32h
La Primera Vez Que Visité Berlin

Por Concha Pelayo (*)

Corría el año 1969 cuando viajé a Alemania por primera vez, en el transcurso de unas cortas vacaciones. Aquél, era mi primer viaje al extranjero, si exceptúo Portugal y, por consiguiente, mi expectación y curiosidad no podían ser mayores, toda vez que pensaba conocer Berlín y pasar, si se podía, al otro lado.

La Primera Vez Que Visité Berlin
La Primera Vez Que Visité Berlin

Fue aquella, una experiencia inolvidable desde el mismo momento que iniciamos el viaje, por carretera, e ir descubriendo ciudades de Francia, Suiza y Alemania, sus autopistas…. Un mundo avanzado, desarrollado, moderno, que chocaba frontalmente con la España de aquellos años de mi juventud, todavía en blanco y negro. Tras el viaje a España y ya en Zamora, publiqué un artículo, que conservo todavía, amarillento y desvaído, y que muestro aquí, con fecha 6.11.83, pocos años antes de que cayera el muro de Berlín. Había comenzado, por entonces, a hacer mis pinitos como articulista.

Escribía yo en mi artículo que habíamos llegado a Berlín Occidental en una radiante mañana de marzo radiante de luz, con un sol luminoso y una agradable temperatura. La ciudad se presentaba ante mis ojos, moderna y cosmopolita, aburguesada, una ciudad mundana pletórica de novedades, industrial, cargada de historia y de espectáculos. En Berlín presencié el primer espectáculo de travestis, hombres de casi dos metros vestidos de mujer. Ni sabía lo que era un travesti. Mi curiosidad no daba abasto. Los hermosos edificios, todos ellos rodeados de parques y jardines obligaban a dar grandes caminatas para pasar de una manzana a otra. Dicen los berlineses que como en la Segunda Guerra Mundial la ciudad quedó totalmente destruida, ante el temor de una tercera guerra y para evitar salvar en lo posible una gran parte de la misma, cuando la reconstruyeron quisieron dejar grandes zonas amplias, verdes, para que las hipotéticas bombas cayeran en terrenos limpios de edificaciones. Por tanto, una tercera parte de la ciudad es zona verde.

Íbamos recorriendo calles admirando expectantes todo cuanto nos deparaba la vista. Los rótulos luminosos nos invitaban a mirar los escaparates, lujosos, plagados de productos de consumo. La gente caminaba, presurosa o relajada a la que se le apreciaba bienestar y alto poder adquisitivo, incluso seguridad en sí misma, con ese aire de saber estar, de no sentir complejo ni sensación de ridículo como podíamos tener los españoles de entonces, sobre todo de provincias como era mi caso, que apenas habíamos salido de España y que arrastrábamos cierto complejo de inferioridad. No olvidemos de qué fecha hablo, 1969.

La emoción, como la de mis acompañantes, era enorme, por lo que íbamos descubriendo y por lo que suponía conocer el otro Berlín.

Pronto nos dimos cuenta de que las cosas cambiaban descarada y ostensiblemente. Todo el fulgurante espectáculo, el lujoso escaparate que nos había ofrecido el Berlín Oeste, desapareció como por encanto. Hasta el sol, reluciente que había presidido en las horas que estuvimos allí, se esfumó como por encanto. Se hacía evidente la opacidad del “telón de acero”.

Recorrimos varios pasadizos portátiles, una especie de barracones plagados de controles militarizados. Rostros adustos de hombres y mujeres nos miraban con gestos de pocos amigos. Las comprobaciones, interminables, iban de nuestros rostros a los pasaportes. Todos uniformados, armados hasta los dientes. Unos enormes espejos se introducían por los bajos del coche para ver si llevábamos algo escondido. No hacían quitar las gafas de sol una y otra vez para comprobar las fotos de los pasaportes.

Nos exigieron pagar una cantidad de marcos por persona para poder pasar, no recuerdo la cuantía. A cambio nos dieron unos billetes para ser utilizados allí ya que todo lo que pensáramos comprar o consumir deberíamos pagarlo con aquella moneda, pero fuera del Berlín Este no tenía validez alguna. Lo que sobrara deberíamos entregarlo a la salida aunque no devolvían los marcos. Nosotros, aunque no gastamos todo pues no había apenas nada que comprar, la guardamos muy secretamente para llevárnosla de recuerdo.

Una vez que salimos de los interminables controles, más de tres horas, y nos sentimos libres, aparecieron ante nuestros ojos lo que ya imaginábamos íbamos a ver. Los primeros edificios que vimos aparecían con las paredes desconchadas, algunos semideruidos e inhabitables. Rótulos de establecimientos a los que faltaban palabras enteras, letras, incluso rotos o en trozos. Las pinturas de los mismos edificios se hallaban deslucidas. No había luces de neón por ningún lado. Simples lámparas con peladas bombillas protegidas por una pantallita redonda era toda la iluminación de las calles. Algunas ventanas mostraban los visillos rotos o desvaídos nos dejaban ver el interior donde se veía un mobiliario viejo o destartalado. Una mujer de mediana edad, apoyados los codos en el alfeizar de la ventana nos miraba entre curiosa y triste.- En aquel viaje no vimos turistas por ningún lado, por tanto, los berlineses nos miraban con mucha curiosidad-.

A medida que nos fuimos adentrando en la ciudad nos dimos cuenta de que, antes de la guerra, Berlín Este debió ser una ciudad hermosa. Grandes monumentos de gran valor arquitectónico adornaban las espaciosas calles y plazas. Se veían enormes espacios que habían sido jardines en sus tiempos pero ahora sólo las hierbas y los cardos crecían por doquier. Todo parecía detenido en el tiempo. Desde que fue destruida por las bombas nada se había reparado. Lo que se había salvado parecía desafiar a la propia guerra.

Las gentes mostraban cierta tristeza que armonizaba a la perfección con sus ropas, parduscas y pasadas de moda. Se veía mucha resignación en sus semblantes. Las madres jóvenes llevaban a sus niños en cochecitos que parecían sacados de museo. Un tufillo característico impregnaba el ambiente, exento de perfume. Se parecía a ese olor que percibimos cuando entramos en un lugar cerrado, donde hay mucha gente, que huele a sudor porque llevan mucho tiempo sin cambiarse y no hay ventilación, como eran los locales antes de prohibir el tabaco. Un olor cargado de miseria y de sufrimiento era lo que percibíamos en las calles del Otro Berlín.

Nuestros ojos miraban atónitos e incrédulos. No podíamos concebir que tan sólo a unos metros, un mundo desarrollado y con gran poder adquisitivo viviera en libertad mientras sus vecinos lo hacían inmersos en una gran oscuridad, privados de los más elementales derechos.

Quisimos tomar un café y ahí topamos con serias dificultades. Intentamos entrar en varios establecimientos pero muchos permanecían cerrados y otros estaban atestados de gente y no permitían que accedieran más. Tras recorrer varias manzanas e intentarlo en unos cuantos establecimientos más, al fin, nos permitieron entrar en uno de ellos. El ambiente de aquel lugar era de lo más enrarecido pese a que no fumaba nadie. Estaba prohibido. Nos dio la sensación de entrar en un asilo de ancianos como los que existían en España en los años cincuenta donde sólo había mujeres, dado que imperaba la clientela femenina. Mujeres que parecían todas viudas de guerra, con escasísimos recursos. Pobreza general en el ambiente. Todas ellas iban tocadas con sombreritos raídos y remendados, sombreros extraídos, probablemente, de baúles donde se guardan ropas usadas y decadentes que ya no se pone nadie.

El café que nos sirvieron era lo más parecido a un repugnante brebaje, mezcla de achicoria y malta insípida. Las tazas y los platitos de un metal irreconocible estaban abollados, las cucharillas metálicas también y dobladas, algunas rotas. Las bandejas, del mismo metal que los platos y tazas, abolladas y sin brillo, descoloridas por el uso. Todo era servido por camareras y camareros con muy malos modales. Salimos del local desencantados y sin ganas de probar en ninguno más. Ya en la calle vimos a un grupo de muchachas, ataviadas con sendos monos y subidas a un andamio, pintaban la fachada de un edificio. Era la primera vez que yo veía a una mujer en un andamio, cosa que, por otro lado, no es muy común. Un tenderete portátil despachaba salchichas a la brasa lanzando al aire un humo negruzco y pestilente dejando caer una especie de grasienta carbonilla. Había una gran cola de gente para conseguir una de aquellas salchichas.

En todo nuestro recorrido nos acompañaba un joven alemán que visitaba el Berlín Oriental por primera vez, como nosotros, pese a que residía en el otro lado desde hacía varios años. Según nos dijo no había tenido nunca curiosidad por pasar a ver a sus vecinos y si lo hizo fue para servirnos de guía. Se quedó tan estupefacto como nosotros, asombrado de cuanto veía.

Quisimos llevarnos algún recuerdo pero nada se ofrecía digno ni interesante para comprar. Los escaparates semivacíos y lo que se veía en ellos eran objetos pasados de moda y sin ningún valor. Así que compramos algunos carretes de fotografías y unos platos de bronce donde se mostraban, grabados, los edificios más representativos de la dos ciudad.

Se veían colas de gentes por todas partes, pero muy especialmente una llamó nuestra atención por su longitud. La gente esperaba pacientemente para acceder a un bellísimo edificio de gran altura y que en su cima había un restaurante desde donde se divisaba el otro Berlín. Nos conmovió cuando supimos que aquella gente esperaba largas horas para poder mirar, a vista de pájaro, la ciudad y dirigir la vista al lugar donde se encontraba su padre o hermano, algún familiar que tuvo la suerte de quedarse allí. Nos imaginábamos que, desde las alturas, podrían establecer un diálogo mudo, un acercamiento imaginario, tal vez.

Nos habíamos cansado mucho y nos habíamos entristecido mucho también.

Durante mucho tiempo tuve en mi mente lo que viví en el Otro Berlín. Volví en varias ocasiones. Volví, precisamente, tres meses después de derribarse el muro, en Navidad, y allí mismo, junto a la Puerta de Brandenburgo compré en un tenderete un trocito de muro que todavía guardo con emoción. En aquella ocasión, la ciudad, ya sin barreras se mostraba caótica pues las grúas aparecían por todas partes, se había iniciado la recuperación de la ciudad. Era interesante comparar el Berlín occidental, en época navideña donde todo refulgía de luz y color y pasar al otro lado. No se pueden olvidar esas imágenes.

No conservo fotografías del Berlín Oriental pero sí algunas del Occidental, en blanco y negro. Una de ellas la autovía Hannover-Berlín, entonces Alemania tenía dos mil kilómetros de autopistas, en España ni se soñaba con ellas. La España de entonces, como el otro lado del muro, era triste.

(*) Concha Pelayo es escritora y crítica de arte y también,, miembro de AECA y FEPET

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