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Vicente Serrano, Naturaleza muerta

La mirada estética y el laberinto moderno (Editorial Universidad de Valparaíso, Valparaíso, 2014)

sábado 08 de noviembre de 2014, 00:51h

Por Adolfo Vera P. desde Concón, Chile

Se nos presenta en este libro una historia de la estética como disciplina de la ausencia, de la pérdida irreparable del “poema del ser” y de una ontología de la naturaleza.

Vicente Serrano, Naturaleza muerta

Partamos comentando algunas de las condiciones de esta pérdida tal como las señala el autor. Tendríamos un primer responsable: Descartes. En el gran filósofo francés del S.XVII lo que se produce es el fin de una concepción –antigua y escolástica- en la que se trata del “libro del mundo”, donde la naturaleza es un entramado de signos misteriosos y enigmáticos que deben ser interpretados y “descubiertos” por el intérprete, al que desde entonces llamaremos “hermeneuta”. Como sabemos, tal concepción será retomada, varios siglos después, por poetas como Baudelaire y Mallarmé.

Para Descartes ya no hay misterio. La naturaleza, desde entonces, será concebida como “pura extensión”, es decir, como un conjunto de coordenadas que pueden ser ubicadas en un plano. Como lo señala en Las reglas para la dirección del espíritu, un tal misterio no es más que fruto del abuso de la retórica con que la filosofía escolástica ha alimentado, durante mil años, cientos de debates interminables. El filósofo, cuando se propone la búsqueda de la verdad en tanto científico, debe partir de aquello que es posible definir como “lo claro y distinto”, es decir, aquello que podrá ser expresado por lo que el geómetra Descartes llamará la “figura”, y que posteriormente se conocerá como “axioma”.

Lo que se pierde allí es una potencia de misterio, de oscuridad, de negatividad (como dirá Hegel) o de alegoría (como dirá Baudelaire: “todo en mí deviene alegoría”).

Es entonces que entran en escena dos personajes mayores de la historia occidental y que, en alguna medida, funcionarán –junto a Descartes, en el otro extremo- como polos tensionantes de lo que Serrano entiende por “estética”: nos referimos a Cervantes y Shakespeare. Aparece con ellos otra de las experiencias centrales que, junto a las del límite, del vaciamiento del sentido y de la pérdida del horizonte, y como resumiéndolas a todas ellas en su intensidad de desazón, va a constituir una suerte de obsesión teórica en los filósofos que se ocupan de la estética o de la cultura moderna en general: la experiencia de la locura.

Como sabemos, esta experiencia fue esencial para el propio Descartes, y en relación a ello el Profesor Serrano nos recuerda una polémica memorable entre Jacques Derrida y Michel Foucault, con ocasión de los análisis de este último – en su obra La historia de la locura en la época clásica- de la posición que la locura ocupa en las Meditaciones metafísicas de Descartes, éste según Foucault inaugurando la modernidad como época del “destierro” de la locura del continente de la razón occidental, destierro que en el siglo XIX se convertirá en el “gran encierro”. Derrida –y no voy a resumir aquí este debate, magníficamente recreado en el libro que comentamos- va a argumentar –y pienso que aquí él cala más hondo en el asunto- que la situación de la locura en las Meditaciones, en la primera de ellas, al momento en el que los personajes de esta suerte de comedia de la razón –para que ella de origen a una tragedia habría que esperar a Hegel- toman posición (el genio maligno, la duda metódica, el propio filósofo), pues bien, en ese momento absolutamente esencial, la locura aparece como el sustento mismo del cogito. Yo aquí tendría una pregunta para Vicente: ¿para él –como para Foucault- Descartes despacha, reconociéndola no obstante –memorables son esas frases en las que el filósofo se imagina que es como uno de esos que, siendo miserables, se toman por emperadores, o que piensan que su cuerpo está hecho de cristal- a la locura para anularla para siempre, desde el punto de vista científico al menos, en su potencialidad disruptora y caótica, contraria a todo método (aunque sabemos que Rimbaud hablará de un “desorden metódico” de los sentidos), o estaría más de acuerdo con Derrida en el sentido de pensar que, en ese momento, todo cogito y por tanto todo sujeto se construye sobre las bases de esa energía desestabilizadora? Esta pregunta puede parecer otra de esas “discusiones bizantinas” que el propio Descartes impugnaba y con las que tantas veces se nos identifica a los filósofos, pero que refiere a un asunto esencial del desarrollo argumentativo del libro, en el cual, me parece que a veces injustamente, el viejo Descartes queda muy mal parado. Yo le reconocería con más claridad ese gesto suyo de haber enfrentado la potencia caótica de la locura, como no sea más que –y tal vez ante todo por ello- para fundar desde ahí su método “claire et distinct”.

Tenemos entonces este reconocimiento de la locura, inaugurando la modernidad, por parte de Cervantes y Shakespeare. En dicho reconocimiento se juegan gran parte de los conflictos, dilemas, aporías y angustias de esta disciplina –la estética, inaugurada en cuanto tal por Baumgarten en la primera mitad del XVIII- pero cuyos temas, desafíos y contradicciones venían en la obra del novelista español y del dramaturgo inglés siendo planteados con una intensidad –según Serrano- no superada por su posteridad. En este punto yo habría agregado tal vez a Rabelais, que aunque no es propiamente un autor barroco como aquellos, sí se antecede a varios de los temas que la estética, sobre todo con el Romanticismo, hará suyos, tal como nos lo enseña Vicente Serrano: el humor, la ironía, la desmesura, lo grotesco y –tal vez el término que a su respecto más fortuna ha adquirido gracias a los estudios señeros de Bajtin- el carnaval (¿antecedente de lo dionisíaco nietszcheano?). En Cervantes y en Shakespeare entonces, para Serrano, va a configurarse un tipo de escritura que introducirá en su propia textura –y naturalmente en sus temas y objetos- la presencia frágil e inestable de eso que empezaría a estar ausente en la cultura occidental desde Descartes: la locura como manifestación de la naturaleza que –me atrevería a agregar yo- es propiamente el verdadero Otro del hombre, ese otro al que, por miedo sin duda, el sujeto moderno se dedicó a doblegar y a violentar (y todos vivimos diariamente las consecuencias ecológicas de ello). Si nos concentramos en la cuestión del Otro –y aunque sin nombrarlo me parece que ello se hace en este libro al referirse a la locura, al inconsciente y a los abismos del alma romántica- podríamos explorar una serie de relaciones con la cuestión del doble, de los espectros, que tanto van a inquietar a los románticos alemanes y cuya primera aparición literaria en la modernidad es el Hamlet. Ello nos permitiría asumir que el Otro de la razón cartesiana, en la modernidad, no refiere únicamente a la locura como potencia de alteridad de la naturaleza, sino que igualmente a estos seres –que hoy siguen persiguiéndonos en el cine, en las series de tv, en la literatura, pero también como una cruel realidad política en relación a los desaparecidos políticos de ayer y de hoy- que en español llamamos fantasmas.

Esta relación tensa, fundada en una dialéctica que Serrano esclarece con maestría y con un enorme conocimiento de autores y obras muchas veces poco accesibles a los lectores latinoamericanos, va a desarrollarse en algunas estaciones.

La primera, fundante, y como acabamos de ver, va a tensionar el proyecto científico de una “mathesis universalis” tal como aparece en Descartes con las obras de Cervantes y Shakespeare, en las que la naturaleza aparece transfigurada como locura. La segunda va a oponer a los filósofos ilustrados e idealistas alemanes, como Kant, Fichte y Hegel, con una serie de autores cuál de todos más heterodoxos que van a dar lugar a ese gigantesco fenómeno cultural conocido como “Romanticismo alemán”. Aquí Serrano se va a concentrar en lo fundamental en un autor complejo y fascinante: el poeta alemán Hölderlin, en cuya interpretación Vicente Serrano se atreve a independizarse de la a estas alturas canónica lectura que de él hizo Martin Heidegger. Para Serrano, en Hölderlin van a reaparecer una serie de tópicos y experiencias que, desde la antigüedad pagana, implicaban una concepción de la naturaleza donde ésta, justamente, es interpretada, vivida, intuida, y no “matematizada” (los filósofos entonces con los que Serrano hará dialogar a Hölderlin no serán otros que Nietzsche y Spinoza). Llegamos aquí al que tal vez sea el punto cúlmine del gran conflicto, de la gran agonística que Serrano va a describir a lo largo de su libro: el conflicto en torno a la aparición-desaparición de la naturaleza en el arte y la literatura modernas, y cómo dicho conflicto es teorizado por la disciplina estética.

En el momento romántico, aunque de la mano de un filósofo ferozmente crítico de sus contemporáneos románticos, Hegel, va a aparecer otro de los grandes asuntos tratados por Serrano en su libro: la cuestión de la “muerte del arte”. Otra vez, se trata de asuntos sobre los que se ha escrito enormemente, y quisiera destacar yo aquí la originalidad de los planteamientos de nuestro autor: la muerte del arte no refiere, como suele pensarse –otra vez es Heidegger quien nos impuso esta lectura- a la superación del arte por la especulación filosófica en tanto ésta sería más capaz de reflejar las complejidades inauditas de la época moderna (en esta concepción hegeliana el arte siempre se desarrolla en culturas que no han alcanzado la “madurez” del espíritu absoluto) sino que, más bien, a la incapacidad del propio Hegel de dejar a su filosofía –como sí lo hicieron Nietzsche y Hölderlin, y sabemos bien con qué duras consecuencias sus propias vidas pagaron una tal osadía- en el estado de incertidumbre que se produce necesariamente en el arte moderno como consecuencia de la pérdida (que Hölderlin poetizó en versos célebres) del sustrato a partir del cual el artista premoderno realizaba su experiencia artística: la naturaleza. Decir que el arte está muerto significa entonces afirmar que su Otro, los dioses en Hölderlin, la physis de los griegos, ya no le sirven como contrapartida y que su vida es una suerte de errancia fantomática en busca de un asidero –la técnica será este asidero en muchas de las Vanguardias de inicios del S. XX- que no encontrará jamás.

Finalmente, este recorrido va a terminar planteando, a partir del concepto –de una inusitada complejidad- de “aura” en Walter Benjamin, la cuestión de las relaciones entre la muerte del arte y la muerte de la naturaleza a partir del advenimiento de las tecnologías digitales. Sabemos que estas tecnologías van a extremar un fenómeno ya instalado, en los orígenes mismos de la modernidad, con el aparato perspectivo –verdadera piedra de toque de toda tecnología representacional moderna- , es decir, aquel por medio del cual se producen realidades artificiales que reemplazan a las “naturales”: y esta cuestión de la relación entre naturaleza y artificio será otro de los ejes temáticos del libro que comentamos. Ahora bien, las tecnologías digitales, a diferencia de las proyectivas –desde la perspectiva hasta el cine- “representan” lo real, imponiéndoles un artificio, una realidad mejorada. Se trata, otra vez, de la cuestión del “doble”. Pero ella puede retrotraerse, como lo hace el mismo Serrano, a la mímesis griega. Es decir, a la “imitación de la naturaleza”. En su interpretación de Benjamin, Serrano asume la cuestión del aura –esa “manifestación irrepetible de una lejanía” que según Benjamin nos es devuelta por el objeto aurático cuando lo observamos- e intenta probar sus rendimientos teóricos al analizarla en relación a lo digital. Se trata, permítaseme decirlo, de una interpretación osada, puesto que la interpretación canónica de la noción de Benjamin nos hace contraponer aura y reproductibilidad, por lo que hablar de algo así como de un “aura digital” sería casi una contradicción en los términos. Sin embargo, una lectura más fina de Benjamin nos obliga a asumir que para éste el aura, más que desaparecer, cambia de soporte o de superficie de inscripción con el advenimiento de la fotografía y del cine. Naturalmente, ella deja de poseer el peso simbólico y sagrado que poseía en el arte de culturas religiosas, pero no por ello es menos cierto que –como el propio Benjamin lo dice pensando en los retratos fotográficos- sigue siendo posible que el objeto reproducido técnicamente nos devuelva la mirada: y he aquí la diferencia, en el siglo XX, entre arte y propaganda. Por tanto, en relación al arte por internet (Net Art) o a las fotos digitales o a las diversas experimentaciones en red que hoy en día practican los artistas, se trataría de ubicar todo la apuesta estética de hoy –cuando sabemos que la naturaleza muerta ya no revivirá- en generar artificios que, al menos, sean capaces de devolvernos la mirada.

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