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Idiota Por Una Causa

El sin sentido literario

Quien escribe está expuesto a los aplausos, al respeto, a la admiración o a una patada
Quien escribe está expuesto a los aplausos, al respeto, a la admiración o a una patada
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Quien escribe está expuesto a los aplausos, al respeto, a la admiración o a una patada en el culo. Perdonen la falta de pulcritud en mi palabra, debería construir un cliché más poético y con menor grado de vulgaridad. Sin embargo, mis dichos representan una verdad ineludible para aquellos que habitamos en el verbo. Sentarse a redactar un simple adjetivo puede convertirse en un ejercicio de trapecio, un bambolear entre la cuerda y el abismo, resultando muy fácil caer en el pavimento. Una vez elegido el lenguaje, no hay vuelta atrás. Tu mensaje, enclaustrado bajo el barrote del papel, será el reflejo mascullado del fracaso o la corona de olivo del nunca bien ponderado éxito.

Si logras sobrevivir a la cuerda floja, luego de rogar a Dios- incluso cuando eres ateo, agnóstico o ingeniero estadístico- por un resultado satisfactorio, y la brisa de la inspiración es el recuerdo orgásmico de una noche lujuriosa, viene el proceso más desagradable, el más traumático del sin sentido literario… corregir.
  • Señor, señor, por qué me has abandonado- grita el artista, mientras le da coherencia a la maraña de oraciones de escasa sintaxis, atestadas de lugares comunes dignos de tarjetas de día de san Valentín: “Ella era demasiado bella para este mundo, sus ojos iluminaban mis días, eres lo más importante para mí, su sonrisa era de marfil, el humo del cigarrillo impregnó la habitación”, esas ideas son el homenaje perfecto a libros inmortales de la literatura como El Alquimista, Juan Salvador Gaviota y El albergue de las mujeres tristes .

Ojo, no es fácil caminar sobre el cordel pensando en equilibrios, pasos en falso, inspiraciones divinas, en las caídas, la posteridad y la inmortalidad del cangrejo. Si a una de las variables le agregamos una pluma, una hoja suelta y precisión idiomática, te das cuenta que recién estás al principio del proceso creativo. Buscas dentro de tu minúsculo léxico las letras exactas para elaborar un discurso cargado de emotividad e inteligencia - nótese la utilización de léxico como sinónimo de vocabulario, indicativo de un arduo trabajo de rectificación -.

Resulta una labor titánica acabar con un cuento, una crónica, o un modesto artículo de opinión. Cuando uno siente que la pesadilla acaba, aparece una señora llamada autocrítica. La arquitectura de tu palabra se desvanece, vuelves a foja cero, pero esta vez ya no eres un trapecista, sino un carnicero. Le metes cuchillos al bistec, intentando extirpar la grasa del menjunje, pero, a medio camino, te das cuenta que el cuchillo no basta y tomas una guadaña y te das cuenta que la guadaña resulta inútil y sujetas una espada de doble filo… así sucesivamente hasta llegar a la motosierra. En ese momento estás empapado de sangre y tripas sin tener idea donde va la lógica de tu argumentación.

El cadáver del escrito te observa con los ojos grises. Pretendes darle vida con técnicas de reanimación, con shocks eléctricos y curiosamente el Frankenstein resucita. Camina medio torcido, dándole patadas a su creador por retornarlo a la tierra. En ese momento el libro escuchaba un concierto de Janis Joplin y Jimmy Hendrix, el cual se vio interrumpido porque el monstruito está listo…

¿Finalizó la tortura kármica? No, señores y señoras, pero vamos acabando. Tranquilo papá, tranquila mamá. Ahora viene el verdecito. El juicio de Nuremberg de tu labor artística. Al creador no le queda otro camino que sentarse en el banquillo de los acusados, esperando la sentencia de un público deseoso de lecturas eróticas por sobre inteligentes.

El primero en presentarse es el intelectual. Desciende de una nube plateada para convertirse en tu verdugo. Pone sus pies en la tierra y observa el texto por debajo del hombro, preguntándose por qué debe pisar el frío parques para destruir a un don nadie. Al acabar el escrito dice: ¡mmm! Interesante, luego vuelve a cabalgar en la nube, se eleva al olimpo, porque Zeus lo convidó a beber ambrosía. No puede dejar plantado al Dios de los Dioses por un pequeño mortal.

Después arriba el filósofo, un tipo desgreñado, de cabello suelto, vestido con harapos de vagabundo. El tipo te saluda, toma el artículo, lo lee detenidamente. Busca el mensaje encriptado, aquel que le permita desarrollar una idea y luego habla. Confecciona teorías, te marea en conocimientos, habla de Nietzche, Freud y Marx y te abandonado sin un adios. Uno queda plop. El filósofo no te dice nada o eres demasiado ignorante para entender su perorata esquizofrénica.

Finalmente llega el neoesclavo- conocido también como ciudadano-, un tipo que se levanta a las seis de la mañana, come, mea y trabaja para alimentar a un par de parásitos infantiles. El tipo te acoge. Revisa tus frases. Por momentos ríe, en otros pone cara de duda. Finalmente da su veredicto:
  • ¿Sabes qué? No entendí nada, pero escribes bonito-. Uno lo abraza, le da cariño y lo invita a beber una copa de Merlot. En conversaciones borrachas le explicas tu filosofía, el canto desgarrado que deseas expresar y él entiende. Ambos se despiden prometiendo una segunda velada, pero esta no llega. El escritor se encierra a jugar con el verbo, a caminar en la cuerda floja y otra vez, ser el nazi en el banquillo. Ya no puedes vivir sin aquellos procesos, repitiéndolos hasta la muerte…

Aquí acaba el texto. No, falta un pequeño detalle. Tu frankestein sigue vivo, incluso más allá de la vida terrenal. Tus escritos deambulan en bibliotecas, en ferias persas- a un módico precio-, en Internet, o en una casa, se acumula una estantería, perteneciendo al pasado más que al presente. En ese punto tu trabajo se vuelves útil a la sociedad capitalista…

Tu cuento, columna o novela sirve como producto substituto para emparejar una mesa coja, limpiar un vidrio, envolver algún objeto o en el peor de los caso, como papel higiénico.
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