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Opinión

Reflexiones sin sentido

Por Concha Pelayo (*)

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Reflexiones sin sentido

Ayer, mientras escribía estas líneas,  esperaba que se me secara el cabello, tras habérmelo teñido.- Una es muy apañada-. Antes me había hecho la manicura de pies y manos. Miraba mis dedos de los pies y de pronto descubrí que esos minúsculos apéndices recuerdan bastante a los percebes. Si se fija en los suyos, amable lector, lo comprobará también, si no lo había hecho ya.

El verano transcurre y la gente se casa. Ayer, yo también estuve de boda. Se casaron Cristina y Pablo, el hijo de unos buenos amigos. Ya no hay nervios en las bodas, lo compruebo cada vez que asisto a alguna. Nos vamos acostumbrando a todo, de tal manera, que nada  nos afecta. Me comentaba hace muy pocos días una viejecita, que lo triste no es morirse, sino que tu muerte no sea lamentada por nadie, que nadie piense en ti, ni te vuelva a recordar. Me dejó muy pensativa, créanme, la reflexión de la viejecita.

 

El caso es que todos somos conscientes de lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros. Yo diría, incluso, que, hasta vivimos para querer y que nos quieran, y para compartir los ratos con la gente que queremos y con la que estamos a gusto. Sin embargo, algo falla para estar aislados en nosotros mismos. Hoy, la vida se desarrolla de tal forma que  potenciamos ese aislamiento y no hacemos nada por remediarlo. Si miramos a nuestro alrededor, a nuestra propia familia, sin ir más lejos:

Hermanos,  tíos,  primos,  cualquier pariente, vemos que cada cual anda a su aire. Uno está de camping, otro en Sanabria,   el padre se queda en casa porque  el campo le aburre, la madre va a la piscina porque le gusta ponerse morena y hablar con las amigas. Por la noche, uno va al cine y otro a jugar la partida. Da la sensación que cada cual se busca excusas para no coincidir con el otro. Así va transcurriendo el verano y la familia ni se ve. Cuando uno sale, el otro entra. Los jóvenes permanecen con sus amigos hasta altas horas de la madrugada.  

 

Hace calor. En casa no hay quien pare, dicen. Y lo grave de este desajuste familiar es que se acepta bien, se acata sin rechistar, sin replantearse  el fondo de la cuestión, cual es la imparable ascensión de la familia en crisis. En una ocasión me confesó un padre que acababa de perder a un hijo por sobredosis de heroína, que se había quedado en la gloria. Daba gracias a Dios por habérselo llevado. Pero, ¿qué ocurre, ni siquiera soportamos sufrir por nuestros propios hijos?

 

Pues parece que sí, incluso se puede llegar a sentir alivio por su muerte como en este caso. Y estas cosas nos incomodan  y desasosiegan y nos  llegamos a cuestionar lo más básico. ¿Dónde está Dios que parece ande escondido, como jugando al escondite.  Luis Quico, un estupendo artista además de excelente amigo, ya fallecido, preguntó por él un día en las oficinas de Iberdrola: “Quiero ver a Dios”, dijo, -él era así-  “vengo para que me den la luz gratis”. A Luis, le exasperaban ciertas cosas y en aquella ocasión le molestó que en un anuncio de prensa, a toda página, insertaran la imagen de un crucificado para anunciar la luz. O algo parecido.

 

La publicidad era de la empresa hidroeléctrica citada. Hubo un tiempo en que la luz iluminaba más. Hoy, se va apagando poco a poco. Hoy el desánimo se ha adueñado de los individuos, pero es que existen razones de peso para ello. Hoy nos pesa la soledad, nos pesan las noticias, nos pesan las hambrunas y las guerras, nos pesan la incertidumbre y la sinrazón. También nos pesa que nadie piense en nosotros.

¿Nos llorará alguien?

 

(*) Concha Pelayo es escritora y crítica de arte y también  miembro de la Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo (FEPET)

 

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