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Opinión

El Directivo Publico Español

Por Joaquín García Martínez (*)

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
El Directivo Publico Español

Después de obtener uno o dos títulos universitarios superiores, normalmente con muy buenas calificaciones académicas , y de enfrentarse a un Tribunal de expertos para superar las duras pruebas orales y escritas sobre interminables temarios, y con altísimo grado de exigencia de conocimientos jurídicos, económicos, gerenciales, administrativos y políticos, pocos son los aspirantes (habitualmente menos del 10 %), que consiguen superar todos los ejercicios del laberíntico y ansiógeno mundo de las oposiciones a Cuerpos Superiores de la Administración General del Estado.

Una vez logrado el difícil objetivo, el directivo público cuenta en ese momento con una preparación y capacitación óptimas para tareas como el análisis de organizaciones, procedimientos y métodos de trabajo, la planificación e implementación de políticas, la toma de decisiones y evaluación de resultados de la gestión pública, altos conocimientos de idiomas y toneladas de ilusión para aportar al interés general lo mejor de su acervo cognitivo.

Pero al poco de su toma de posesión e incorporación a su primer puesto de trabajo, se encuentra con la realidad de la Administración Pública, y comprueba como la mayoría de las decisiones públicas en las que media un cierto margen de discrecionalidad legal o tolerado por los precedentes, como los nombramientos y ceses para puestos atractivos, la asignación de complementos retributivos, la contratación pública, el régimen sancionador y, en definitiva el conjunto de actividades que constituyen el núcleo esencial de la gestión pública, están predeterminadas por sesgos personales procedentes del político de turno o del directivo público que administra su Unidad bajo sus criterios subjetivos y frecuentemente arbitrarios, y por motivos de afinidad política, ideológica o sindical, parentesco, amistad, enemistad y otros análogos.

Y por ende, la solución de los problemas reales, los bloqueos en ciertos trámites de los procedimientos, las dilaciones y retrasos injustificables en la toma de decisiones y las situaciones injustas y perniciosas se transforman en disfunciones crónicas del sistema, porque la gestión bajo criterios objetivos de profesionalización y eficiencia pública pasan a un segundo o tercer plano. La Administración sobrevive así con altos grados de toxicidad patológica en progresiva decadencia funcional y orgánica. 

De este modo, las mentes cualificadas y los curriculums más brillantes resultan habitualmente marginados, cuando no defenestrados, por el miedo del líder inoperante a que le haga sombra o a que se sepa que uno de sus colaboradores puede aportar claves para la solución de los problemas de la Unidad, para mejorar su rendimiento ó para prestar un servicio más transparente y eficaz a los ciudadanos.

Estas prácticas, instauradas hace décadas, siguen siendo el caldo de cultivo de la cultura administrativa imperante en la mayoría de los departamentos, lo que facilita en muchos casos el progreso de los mediocres, apadrinados, sindicalistas y otras castas de empleados públicos que ostentan el poder y la gloria en la Administración española, con la consabida considerable merma de operatividad y prestigio de la misma, asociada a la galopante desmotivación de la mayoría de los funcionarios públicos.

La fuga de cerebros se limita de momento al sector privado, porque en los Estados actuales se requiere ser nacional del país en cuestión, para acceder a la condición de funcionario público del mismo. Pero si este principio resultara abolido en algún momento, no nos quepa duda que asistiremos a la fuga de cerebros de la gestión pública a países como Alemania, Francia, Bélgica, Holanda y resto de centro y norte de Europa, donde los poderes públicos valoran a sus profesionales brillantes y cualificados para innovar y adaptar las organizaciones públicas, y para tomar decisiones ajustadas a las necesidades de la sociedad actual y a las prioridades de sus ciudadanos, renunciado a cualquier tipo de interés personal en el desempeño de su función, estrictamente reglada y pública. 

Como es sabido, en estos países no se hace la vista gorda con las desviaciones de poder ni con la arbitrariedad en la adopción de decisiones administrativas y con los sistemas de promoción y designación de puestos públicos. En su cultura administrativa, tienen escaso o nulo predicamento los lobbies sindicales, las familias y los amigos, y cuando un supuesto de influencia ilícita de este tipo se produce, saltan todas las alarmas y se producen destituciones y ceses inminentes de aquel que utilice sus criterios personales para la gestión de los fondos y decisiones públicas.

No basta con una modificación legal, o con los sucesivos informes de reforma de la Administración Pública, el último recientemente suscrito por la CORA (Comisión para la reforma de las Administraciones Públicas), que casi exclusivamente se limitan a la sugerencia de medidas económicas para la supresión de estructuras y otras reformas de ajuste público. Mientras no se diseñe y aplique una vacuna en la cultura administrativa que inmunice a los directivos públicos frente a las alcaldadas, arrogancias y otras toxinas derivadas del abuso de poder, la imagen de la Administración Pública para el resto de los ciudadanos seguirá siendo la de una organización corrupta, refugio de políticos y de funcionarios vagos, ineficaz y despilfarradora. 

(*) Joaquín García Martín

Escritor y poeta, ha publicado un libro de poemas y se apresta a la publicación de su primera novela. Psicólogo por la Universidad Autónoma de Madrid, es también Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Funcionario del Cuerpo Superior de Administradores del Estado, ha desempeñado distintos puestos directivos en departamentos ministeriales, y actualmente ocupa el puesto de Subdirector General Adjunto en el Ministerio de Fomento. 

 
 

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