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PARÍS: SITUACIÓN IRREGULAR

Meditación del Pere Lachaise

El cementerio de Pêre Lachaise de Paris, es famoso por la cantidad de celebridades que reposan en su campo: Oscar Wilde, Edith Piaf (en la foto) y Jim Morrison entre otros, están enterrados allí.
El cementerio de Pêre Lachaise de Paris, es famoso por la cantidad de celebridades que reposan en su campo: Oscar Wilde, Edith Piaf (en la foto) y Jim Morrison entre otros, están enterrados allí.
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Fue el poeta norteamericano Edgar Lee Masters, quien, al publicar el año 1915 aquel hermoso libro, ya mítico, titulado The Spoon River Anthology, cambiaría para siempre el modo cómo la poesía moderna iba a referirse a los cementerios. A la vieja manera romántica y neoclásica de referirse a ellos en tanto símbolos o alegorías del destino humano -es decir, como las ciudades que, en la de los vivos, consignan la verdad de toda existencia: que todos un día terminaremos allí, y que es ese nuestro lugar definitivo- Lee Masters oponía una mirada irónica, humorística, aunque no menos trágica. Si Chauteaubriand encontraba la verdad del cristianismo en la mudez de sus ruinas, para Edgar Lee Masters un cementerio -en este caso el de la ciudad imaginaria de Spoon River- era ante todo la vivacidad de la voz de sus muertos, y es por ello que en el libro de Masters los muertos hablan por la voz consignada en la piedra como epitafios. Nada más alejado a la emblematización de la mudez de la ruina romántica a lo Chauteaubriand: un cementerio está poblado de voces, cada piedra es un signo de un reclamo antiguo aunque más allá del tiempo, que nos hiere desde un lugar que las religiones han incansablemente tratado de describir, aunque en cualquier caso nosotros, los vivos, jamás conoceremos: los muertos, lo sabemos, no envían cartas. Sin embargo, esa herida nos afecta, y al recorrer cada tumba la sentimos en la piel, herida producto de un ser que vivió, sufrió, gozó y finalmente murió como un día cada uno de nosotros. En el libro de Lee Masters los muertos además nos lanzan, a nosotros los vivos, una exigencia, fundamental según creo: no crean lo que los vivos dicen de los muertos, la verdad está con nosotros, y por ende es inaccesible.

Cuando uno recorre el Cimitière du Père Lachaise, el más grande e importante de Paris, abierto el año 1804 y que al día de hoy cuenta con 69.000 sepulturas, las impresiones a lo Chauteaubriand y a lo Lee Masters aparecen entremezcladas. Habitualmente pensamos en este cementerio como uno poblado únicamente de hombres y mujeres célebres, y es verdad que la cantidad de sujetos históricos memorables allí enterrados es considerable: desde Jim Morrison y Edith Piaf hasta Abelardo y Eloísa pasando por Balzac, Oscar Wilde o Auguste Blanqui, los "personajes de la historia" se acumulan para recordarnos una gran y fundamental certeza, al parecer banal pero esencial: la celebridad, la genialidad, lo que llamamos "peso histórico" no es nada frente al poder de la muerte. Sin embargo, en esta ciudad de muertos, en sus calles y edificios más ricos o más pobres, como en toda ciudad, se encuentran igualmente los desconocidos, los que aunque aparecen con un nombre inscrito en sus sepulturas nadie reconoce, aunque en verdad debieran ser los más reconocibles por nosotros que pasamos por las calles de nuestras ciudades de vivos sin "dejar huella" como no sea en nuestro reducido círculo de íntimos, y en ese sentido eran ellos los que cantaba Lee Masters: aquellos que, como nosotros, padecieron e hicieron padecer, soportaron sus propios vicios y los de sus semejantes, acertaron y se equivocaron, y un día dejaron de existir, como nosotros, sin poseer mayor "peso histórico".

En esta breve reflexión sobre poesía y cementerios, no puedo dejar de recordar otro libro fundamental, esta vez de un chileno: Canto a su amor desaparecido, de Raúl Zurita. En él, nos encontramos con otro fenómeno, mucho más duro en su realidad histórica: la posibilidad de un cementerio para aquellos que hoy en día llamamos "los desaparecidos", los muertos cuyos cuerpos no aparecen, pues fueron hechos desaparecer por quienes los asesinaron (los agentes de seguridad de las dictaduras que practicaron la estrategia de la desaparición). ¿Cuál sería, se pregunta Zurita en ese libro publicado el año 1986, una tumba para un desaparecido, es decir, cuál el lugar donde hacer reposar su cuerpo inexistente, para que a su vez, nosotros los vivos, podamos recordarlo como un muerto y no como un fantasma que no deja de morir ya que la propia muerte le ha sido negada? Los propios países, dice Zurita, Chile y Argentina por ejemplo, las cordilleras, el mar, el mundo entero, serán desde entonces tumbas abiertas para recibir a estos muertos sin cementerios. ¿No es, entonces, el mundo entero un cementerio después de esta tragedia que nombramos, con nuestras pobres palabras, "desaparición"?
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