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CRONICAS DESDE PARIS: OPINION

Crítica política del terremoto en Chile.

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
“….es a los propietarios de los grandes consorcios comerciales a los que se busca proteger”…..
“….es a los propietarios de los grandes consorcios comerciales a los que se busca proteger”…..
La naturaleza en estado puro no existe. La cultura es la naturaleza, y viceversa. Una catástrofe natural, por tanto, es ante todo una catástrofe social.

1.- La naturaleza en estado puro no existe. La cultura es la naturaleza, y viceversa. Una catástrofe natural, por tanto, es ante todo una catástrofe social.
1.- La naturaleza en estado puro no existe. La cultura es la naturaleza, y viceversa. Una catástrofe natural, por tanto, es ante todo una catástrofe social. Y en el contexto de un cataclismo de la envergadura del que ha padecido Chile la semana recién pasada, son los conflictos sociales, que en los estados de “normalidad” permanecen ocultos por los pactos de poder que emergen como normas y como ley, los que aparecen en toda su potencia de desgarro, como la evidencia -hecha de miseria, angustia y pánico- de que esta catástrofe es ante todo cultural.

2.- El pensamiento -es decir, la configuración de la libertad radical como escritura e inscripción de signos sobre los más diversos soportes- funda su responsabilidad “extrema”, es decir, que irrumpe “contra” el sentido común, permaneciendo más atento que nunca en estas situaciones de catástrofe natural, es decir, cultural. En estos momentos, en Chile, impera, con una transversalidad en verdad aberrante, la idea de que ante estas situaciones de emergencia absoluta el pensamiento y la crítica deben anularse, cegándose ante la imperiosa necesidad de la “acción”; he ahí la definición de la acción fascista, ya definida por la idea de “movilización total” cara al filósofo nazi Ernst Jünger. Por tanto, no es difícil concluir que lo que se está intentado imponer en estos momentos en Chile -aprovechándose de la incultura y vulgaridad general propulsada e instalada ya hace décadas por los medios de comunicación, televisión sobre todo- es una concepción fascista del mundo: no es preciso pensar, nadie debe ahora analizar nada, solo actuar ante la tragedia, y, ergo, quienes deben controlar la situación son los militares, los hombres de acción por excelencia. El parlamento chileno -garante de los derechos civiles más fundamentales- apoya, de hecho, la anulación de estos derechos, dejando en evidencia que, en verdad, se trata de un parlamento jamás completamente democratizado.

3.- El modo de respuesta a la catástrofe obedece a la estructura “clásica” (comprobada una y otra vez a lo largo del siglo pasado) del fascismo: la alianza entre quienes detentan el poder económico y político (quienes se expresan ideológicamente gracias a los medios de comunicación que controlan) y los militares (quienes se expresan por la fuerza y la coacción). Esta alianza, como decíamos, encuentra eco inmediato en la mayoría de la población sometida a una verdadera dictadura de la incapacidad intelectual y de la estupidez simbólica generalizada. La consecuencia es triste: clase media y baja aplaudiendo la limitación radical de los derechos ciudadanos (¡dieciocho horas diarias de toque de queda!) por los militares, como si ellos estuvieran allí por ellos, cuando en verdad (y no es necesario ser un intelectual para darse cuenta) es a los propietarios de los grandes consorcios comerciales a los que se busca proteger, y en obediencia al llamado de la derecha pinochetista (siendo su portavoz la alcaldesa de la ciudad de Concepción). Sería una prueba de ingenuidad flagrante -ingenuidad no escasa en un país gobernado por los medios de comunicación y su dictadura de la vulgaridad, tal como ocurre en Italia- no considerar el hecho de que dicha estructura se ha instalado en el país durante casi veinte años de dictadura (y quién sabe, tal vez desde que Chile existe como República: no olvidar que esta milicia se constituyó en el genocidio contra los Mapuches, genocidio conocido, eufemísticamente, bajo el nombre de “pacificación de la Araucanía”). El modo de funcionamiento de dicha estructura es el siguiente (y fue aplicado de modo similar en el discurso golpista de la democracia cristiana y la derecha durante toda la Unidad Popular): el país está constituido por una parte de “buenos ciudadanos”, educados, propietarios y católicos, y por otra por “pseudo-ciudadanos”, casi pseudo-humanos, ignorantes, sin propiedad y - esto colma el vaso y exige y valida su eliminación- no católicos, incluso (peor aún, si se puede) de origen indígena. Hoy en día, es verdad, estos últimos forman más bien parte de lo que Marx llamó “lumpen-proletariado”, y padecen una alienación difícil de remontar, y es por eso que se les ve, en su gran mayoría, no ya enarbolando consignas revolucionarias sino más bien participando de la misma fiebre consumista que el resto de la sociedad. Sin embargo, su origen social es evidente y se concreta gracias a una visibilidad absoluta al estar todos reducidos a verdaderos ghettos, las poblaciones de la periferia. Si alguien viene de allí, pues entonces representa -como los campesinos revolucionarios del MIR- una suerte de “mal absoluto”: y este discurso aparece hoy, en medio de la tragedia, sin ningún velo (como podría ocurrir en estados de “normalidad”): esta gente roba y saquea no en obediencia a ninguna necesidad (“mírenlos, van con zapatillas y ropa nueva, y lo que se llevan son televisores plasma”) sino movidos por una suerte de energía oscura, demoníaca, difícil de nombrar y por ende aterrorizadora, tal como los campesinos que recuperaban los terrenos de sus patrones (o tal como hoy los mapuches que recuperan los terrenos de sus antepasados) lo hacían movidos sin ninguna necesidad evidente (“para qué lo hacen, si el patrón les da techo y comida, eso es pura maldad no más”). Ahora bien, y en atención a esta estructura fascista, la única solución para esta especie de zona oscura que constituye el “afuera” de la sociedad “normal” -afuera, lo repito, validado urbanísticamente por la creación de enormes zonas de periferia- es su eliminación, su represión total por parte de la fuerza armada (en este sentido sólo asegurada por la fuerza militar y ya no meramente policial), pues se trata de eliminar, lisa y llanamente, el “mal” (y aquí el soporte ideológico es fuertemente religioso).

4.- Si no es en atención a lo anterior, resulta difícil entender la aplicación casi inmediata del “estado de excepción”. Esta noción, teorizada por el constitucionalista nazi Carl Schmitt, suele ser invocada sólo en casos de guerra civil (cuando lo que Schmitt llama el “enemigo interno” desborda el control del soberano, quien se define como tal por el hecho de poder definir la aplicación de dicho estado de excepción). No hay que ser muy perspicaz para sacar de allí la consecuencia de que lo que la mayor parte de los chilenos validan hoy es la existencia de una guerra civil en la que debe eliminarse a un enemigo interno claramente determinado como el que proviene de las poblaciones periféricas de la ciudad. Y así como los rumores de tsunami inundan de terror las ciudades costeras, así también, y al mismo tiempo, los rumores de saqueo llenan de terror a los “buenos ciudadanos”; las fuerzas oscuras de la naturaleza son por tanto equivalentes a las fuerzas oscuras de la sociedad, y es sólo la fuerza clara de las armas la que puede defendernos de ello. Ante la sola idea de que semejantes fuerzas oscuras puedan existir como materialidad amenazante, la filosofía y el pensamiento opone la posibilidad pacífica de pensarlas. El resultado, hoy, no debe ser otro que elevar al mundo una voz de alarma frente a cómo en Chile se ha llegado hasta tal punto de relativización de los derechos más básicos de los ciudadanos -como el de libre circulación- que ellos son eliminados en un tiempo récord y en obediencia a temores irracionales, comprensibles en la sociedad fuertemente chocada, pero reprensibles en las autoridades que deben actuar en atención al razonamiento (pues en verdad los militares podrían cumplir sin ningún problema sus labores de ayuda a la comunidad desesperada sin limitar dichos derechos, dejando a la policía su trabajo de proteger la propiedad privada).

5.- La estructura simbólico-social del rumor fue ya largamente esclarecida por el célebre libro de Edgar Morin, El rumor de Orleans. Morin define al rumor como la manifestación material del inconsciente social, habitado -tal como el individual- por fantasmas y demonios, temores y pánicos arcaicos. El esclarecimiento de dichos demonios por parte del pensamiento crítico -el que a muchos, extrañamente, choca hoy día, como si en tiempos de catástrofe uno debiera dejar de pensar, cuando se trata justamente de lo contrario- ha de permitir (y es esta la función social fundamental de la filosofía) que la catástrofe natural (ajena a cualquier posibilidad humana) pueda ser superada en tanto catástrofe cultural (cuya superación, desde al menos dos siglos, se nombra como “emancipación”).
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