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Crónicas desde París

Mi Cioran

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miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Emil Cioran
Emil Cioran
Cinco imágenes que forman, de un modo confuso y poco apto a la representación -como corresponde siempre a las formas de la imaginación- la figura de “mi” Cioran
1) Un viejo, sentado en una silla de ruedas, junto a la ventana de un viejo Hospital en las afueras de París, observa al cielo ennegrecerse, al final del otoño o al inicio del invierno. Ya no piensa, los médicos dicen que padece -ya hace más de 5 años- la enfermedad de “Alzheimer”; él, que no ha hecho más que pensar durante toda su vida ha alcanzado, por fin, aquello que no es más que la esencia de todo pensamiento: el vacío, la nada abriéndose al infinito, el borde absoluto que une a toda idea con la muerte. Lo que los médicos no saben, lo que sólo un filósofo como ese viejo puede saber: que el verdadero pensamiento está más allá de la escritura, más acá de cualquier libro (esto, este viejo, que no hizo otra cosa que escribir, lo aprendió de Mallarmé).

2) Un hombre que ronda los 40 años, mientras el mundo entero se derrumba en medio de una guerra feroz, sin precedentes, mientras todo se desmorona sin remedio, recorre Francia (es uno de los primeros en hacerlo) en bicicleta, duerme y come junto a los campesinos, pasa frío, pedalea días enteros, piensa en decenas de libros a escribir. Se llama Cioran, ha publicado 3 libros en rumano, vive en Francia hace menos de una década, hace una tesis -que jamás terminará- sobre Bergson, en la Sorbona, lugar que detesta y al que va -según confesará tiempo después- sólo para comer gratis en el casino. Un día, después de pedalear por más de 10 horas seguidas, frente a unos acantilados en algún lugar de la Bretaña -el cielo negro y pesado pareciera que se apronta a derrumbarse sobre el mundo-, de pronto, sin aviso -como llegan a la existencia los verdaderos acontecimientos-, mientras piensa en una traducción al rumano de unos poemas de Mallarmé, padece -en el cuerpo, en la piel, en el ritmo de sus órganos- la que considerará como la única revelación religiosa de su vida: la revelación de la lengua francesa. Entonces, decide -como quien sufre una revelación religiosa decide, es decir, no decidiendo en lo absoluto- que no volverá a escribir una sola línea de su obra literaria en su lengua de origen, sino en francés, esa lengua que él mismo definirá como particularmente endiablada, difícil, de una objetividad terrible -la clave de su elegancia-, de una lejanía y exterioridad que no pueden sino ser las del diablo; lengua, entonces, ideal para quien quiere pensar y escribir “bajo el signo de Caín”. Todo esto pensó “mi” Cioran ahí, la bicicleta junto a las rocas, el cielo negro a punto de derrumbarse. Cioran, que escribió -en un libro titulado “Ese maldito yo”-: “No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”. Pero también -y aquí uno entiende el sufrimiento corporal que esto puede significar-: “Cambiar de idioma, para un escritor, es como escribir una carta de amor con un diccionario”.

3) Un joven -poco más de 20 años a su haber-, obsesionado con Nietzsche, acaba de publicar, en Bucarest, un libro titulado “En las cimas de la desesperación”. Una fuerza idiomática inaudita, un estilo particularmente personal, llaman la atención del mundo intelectual rumano y le consagran -con poco más de 20 años- como uno de los grandes escritores de la lengua (Cioran escribirá después: “He conocido todas las formas del fracaso- incluso aquella que se llama éxito”). Él, tal vez para ahuyentar una posible vinculación, muy típica lamentablemente, entre ser un “buen escritor” y ser un “buen hombre”, abraza ideas (son los años 30, Europa se prepara para la catástrofe) peligrosas, detestables, odiosas, de las que después se arrepentirá (al menos él se arrepintió). Son las ideas de la “Guardia de fierro”, movimiento nacionalista, xenófobo y antisemita rumano. Después Cioran se explicará: era mi sed de mal, mi sed de odio, mi sed de destrucción. Esta sed no le abandonará nunca -escribió: “Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?”-, y, paradójicamente, será lo que le impedirá llevar a efecto su gran obsesión, la clave de su pensamiento: el suicidio. Son los años, esos, en que escribirá un libro que él mismo, posteriormente, censurará: “La transfiguración de Rumania”.


4) París, fines de los años 60. “Mi” Cioran es conocido, con ese carácter de “conocido” que poseen aquellos cuyo “nombre” es producto de un rumor, de un comentario incómodo -en los medios intelectuales de la época no puede ser bien visto alguien que considera a las utopías como un crimen, que reniega de toda acción, que considera que un profesor universitario no puede sino ser una calamidad para el pensamiento, en una palabra, alguien que quiere ser el Diógenes contemporáneo-, de una mueca producida por una mezcla de estupor, desconfianza y admiración. Cioran está sentado en el Café de Flore. Allí a veces encuentra a sus amigos que le comentan los últimos sucesos de la “intelligentsia” francesa, como si le contaran las noticias de un país al que él nunca ha viajado: Mircea Eliade -rumano como él, compañero de andanzas intelectuales de juventud- Henri Michaux, Samuel Beckett. Es casi medio día, y en una mesa del lado opuesto del café (él está solo, como casi siempre) un tumulto agita sus manos, vocifera, en una nube de humo, en torno a un viejo pequeño que sin duda es el centro de toda la atención: es Jean-Paul Sartre. “Mi” Ciroan lo considera su opuesto, para él no es un filósofo, sino un “empresario de ideas”. Recuerden la escena ésa en la que Diógenes de Sínope, Diógenes el perro, escupe en el rostro a Platón, al mismísimo Platón. En los días que siguen, es mayo de 1968, mientras París entero, otra vez, está de revuelta, Cioran no sale de su departamento, Rue de l'Odéon. Allí, escribe. Tal vez lo siguiente: “En todo hombre dormita un profeta, y cuando se despierta hay un poco más de mal en el mundo. La locura de predicar está tan anclada en nosotros que emerge de profundidades desconocidas al instinto de conservación. Cada uno espera su momento para proponer algo: no importa el qué. Tiene una voz: eso basta. Pagamos caro no ser ni sordos ni mudos”. En verdad, Cioran no puede haber escrito eso en mayo del 68, pues fue publicado en el libro “Breviario de podredumbre”, del año 1949. “Mi” Cioran, en cualquier caso, lo escribe en mayo del 68'.

5) Última imagen. Un hombre, de edad indeterminable, se pasea, de noche, por las calles de una ciudad cubierta de niebla, húmeda, vacía. ¿Bucarest, París? Ese hombre tiene insomnio. Puede pasar semanas casi sin dormir. Es “su infierno”, como él dice. Para él, es la clave de toda su filosofía, junto a la idea del suicidio. Gracias al insomnio, este hombre conoce al dedillo la ciudad por la noche, otra ciudad, sin duda; habitada de prostitutas, locos, mendigos, y él, un filósofo que quiere ser todas esas cosas a la vez. La ciudad que no conocen los hombres “de bien”. Peor para ellos, pues un “hombre de bien” jamás podrá escribir como Cioran (y “mi” Cioran escribió un libro entero - “De lágrimas y de santos”- para demostrar que un santo o un místico es cualquier cosa menos eso que la mentalidad burguesa llama “hombre de bien”, estando, por el contrario, más cerca de un loco o de un vagabundo). “Mi” Cioran, que escribió: “El insomnio es la única forma de heroísmo en el lecho”; y también: “Mucho más que el tiempo, es el sueño el antídoto del pesar. El insomnio, al contrario, que agranda la más mínima contrariedad y la convierte en un golpe del destino, vela sobre nuestras heridas y les impide cicatrizar”.
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