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CRÓNICAS DESDE PARÍS

Gabriela Mistral (d) y Doris Dana, en una imagen de los años 50
Gabriela Mistral (d) y Doris Dana, en una imagen de los años 50

Gabriela Mistral. La Extranjera…

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
En el contexto de la publicación del libro La niña errante (Random House Mondadori, 2009) que reúne las cartas que se escribieron Gabriela Mistral y Doris Dana entre los años 1948 y 1956, y en las que se pone en evidencia que entre la Mistral y su discípula se tejió una verdadera pasión amorosa y erótica, es necesario volver a desenmascarar la manipulación injusta y violenta que la obra mistraliana ha sufrido por parte de la inteligentsia oficial chilena, fundada, explícita o implícitamente, en una manipulación simbólica mayor: aquella que ejercen las naciones para, desde el olvido, constituir una supuesta identidad basada en una mitología del origen y de la pertenencia. Así, la Mistral, de ser una poetisa del exilio y la extranjería, ha pasado a ser una poetisa de la “tierra” y de la “patria”; de ser una poeta de la esterilidad, ha pasado a ser una suerte de “madre de Chile”; de ser una poetisa de la pasión y el erotismo, que en su obra se fusionan con el misticismo espiritual (como en Sor Juana o en San Juan de la Cruz) ha pasado a ser una poeta de la inocencia infantil y de la pureza asexuada.
“Habla con dejo de mares bárbaros / con no sé qué algas y no sé qué arenas; / reza oración a dios sin bulto y peso, / envejecida como si muriera. / En huerto nuestro que nos hizo extraño, / ha puesto cactus y zarpadas hierbas. / Alienta del resuello del desierto / y ha amado con pasión de que blanquea, / que nunca cuenta y que si nos contase / sería como el mapa de otra estrella. / Vivirá entre nosotros ochenta años, / pero siempre será como si llega, / hablando lengua que jadea y gime / y que le entienden sólo bestezuelas. / Y va a morirse en medio de nosotros, / en una noche en la que más padezca, / con sólo su destino por almohada / de una muerte callada y extranjera”. (Gabriela Mistral, “La extranjera”, en Tala, Editorial SUR, Buenos Aires, 1935, p. 128).


El destino del exilio es uno que, según Maurice Blanchot, corresponde al núcleo mismo de la poesía. Sin embargo, hay poetas en quienes este destino de extranjería esencial a la poesía se condice con uno que afecta la esencia, contingente y gobernada siempre por el azar, de la existencia que les ha tocado. En estos poetas, diremos, la “esencia de la poesía” -para decirlo con el Heidegger intérprete de Hölderlin- se establece y desarrolla en su máxima intensidad: es en ellos, en el desgarro que les atraviesa, en la inestabilidad radical, en el desvarío sin amparo que les afecta, donde el destino de la palabra poética alcanza su más alto -es decir, el más bajo- punto de canalización: palabra venida al mundo para desestabilizar, para romper, para desgajar.

Nos nos referimos, aquí, al “exilio” entendido en su sentido político-jurídico: expulsión fuera de las fronteras de un enemigo político en un régimen de excepción; aunque, como se sabe, una de las desgracias propias a nuestra época ha sido la de expulsar e impedir el retorno de ciudadanos a quienes se considera “enemigos internos” -desgracia sin duda menor, si así puede hablarse, comparada al asesinato o desaparición de otros de esos enemigos, peores aún-, y entre estos ciudadanos sin duda han abundado poetas, el exilio al que nos referimos aquí (el que definía Blanchot) obedece a una determinación más propiamente ontológica (y se sabe que toda ontología implica una política). Esta determinación implicará que la palabra poética se define como siempre en exilio en tanto ella implica una desfiguración, una trastocación y una desnivelación radicales de lo real. La poesía no puede responder a una “patria”, a un “origen” ni mucho menos a una “nación”, pues ella, sin por ello tender a la desvinculación a una realidad social o a un contexto epocal, crea un universo de lenguaje en el que las determinaciones de aquellas “realidades” (supuestas al menos) de la nación, la patria o la “tierra”, se ven totalmente desfiguradas y atacadas en sus postulados más básicos: unidad, homogeneidad, totalidad, pertenencia. Se trata ésta de una posición teórica fuerte, y no menos polémica. Finalmente, el único criterio de unidad que permita establecer parámetros de comprensión respecto a una tradición poética determinada, será la lengua, y por ello podremos seguir hablando aún de una poesía “francesa”, “alemana” o “mapuche” -sin embargo, la lengua poética es ante todo un estallido, una configuración de la diferencia y de la desigualdad, cuyo origen es indeterminable.

Hay, diríamos, un “tipo” de poeta que privilegia esta realidad del exilio, de la desestabilización y de la ausencia de pertenencia a un origen cualquiera, e incluso en ciertos poetas (Neruda, por ejemplo) vemos cómo hay ciertos períodos en que que predomina esta concepción (en Neruda, el período de Residencia en la tierra) mientras que en otros momentos es la concepción contraria -la de un apego a una ideología, a una “nación” o “continente”- la que gobierna (en Neruda siempre, el período inaugurado por Canto general). Gabriela Mistral -heredera directa en este sentido de Mallarmé- pertenece, contrariamente a la versión oficial que de su obra (y de su vida) predomina, al primer tipo de poetas, el que según Blanchot es capaz de, a costa del desgarro y de la desazón, alcanzar con la mayor intensidad la “esencia de la poesía”.

De hecho, esta “versión oficial” que puede llegar a establecerse de un artista, poeta o músico forma parte de las estrategias ideológicas propias al establecimiento y desarrollo de ese fenómeno político moderno fundamental que es la “nación”. Ésta, para cumplir con su objetivo fundamental -es decir, asegurar la “identidad” homogénea de un territorio con fines de control social interno y defensa militar o expansión externos- debe ante todo inventar una mitología que asegure la sensación -pues se trata aquí de afectos puros y no de argumentos o reflexiones- de pertenencia a un territorio determinado; la política consecuente no será sino una “política de la manipulación”: manipulación de archivos, invención de acontecimientos, negación simbólica y real de otros, represión y castigo a quienes -obras, sujetos o ideas- a ello se opongan. Sabido es que el extremo de esta política de la manipulación simbólica, fundada en una mitología nacionalista, está dado por el nazismo (ver a este respecto el importante libro de J.-L. Nancy y P. Lacoue-Labarthe, El mito nazi). Ahora bien, en el contexto de la elaboración política de esta mitología, la fabricación de “héroes” es esencial; los nazis se inventaron no sólo un heroísmo, sino incluso una religión pagana, que bebía de fuentes absolutamente heteróclitas, todas ellas fruto de la manipulación arqueológica e historiográfica de la que se encargaba el famoso Deutsches Ahnenerbe, el Departamento de arqueología del III Reich. Estos héroes suelen ser militares, pues toda nación se funda, como afirmaba Schmitt, en el principio de excepción interno y en la guerra que sólo pueden ser asegurados por una milicia bien equipada; es preciso, por tanto, que los miembros de una nación -fundada siempre en el olvido, en la desmemoria de lo que antes existió- se sientan apegados, como los hijos a un padre, a un cierto número de “héroes” militares que habrían “fundado”, justamente, la nación. Sin embargo, la nación debe forjarse, para ejercer su destino de manipulación política, otra suerte de “héroes”, esta vez simbólicos, y aquí los poetas han jugado, entre los artistas, un rol fundamental, pues es a la poesía que corresponde el género épico, que según Aristóteles obedecía a la creación de los valores en los que una comunidad podrá reconocerse.

Lo que ha ocurrido, en Chile, con Gabriela Mistral, es particularmente lamentable. Siendo ella -basta con leer con un poco de atención su obra- una poeta del exilio y de la extranjería, de la no pertenencia, se nos ha acostumbrado a verla como una poeta “de su tierra”. Siendo una poeta de la infertilidad, de la sequedad, de la no progenitura radicales, se nos ha obligado -estrategias de la manipulación simbólica- a considerarla como una especie de “madre de la nación”. Es decir, no porque su poesía esté -como de hecho está- plagada de referencias a su lugar natal, a su “tierra” -que en Mistral es siempre metáfora de sequedad, de desagarro, de desapego y, como lo señala el título de uno de sus poemas, de “saudade”- ella refiere a un origen, a una voluntad de unidad tierra-poeta o de exaltación de una patria o continente cualquiera; y si su labor de defensora de los derechos de los pueblos amerindios, de su cultura, de su artesanía -que ella siempre destacó frente al desprecio de los críticos tradicionales sólo concentrados en las “bellas artes”- la inscribirá en el registro de los intelectuales que formaron, durante el siglo XX, parte de la vanguardia política en lo relativo a los derechos de las minorías, lugar que ocupará junto a Hanah Arendt por ejemplo, si ello es perfectamente claro, es un abuso -del peor tipo, es decir, nacionalista- el deducir de allí que la Mistral es una poeta de esa entelequia que los intelectuales del siglo XIX bautizaron como “identidad latinoamericana”. El discurso “identitario” siempre será uno que se opone al “discurso del exilio”, es decir, al discurso poético, no obstante algunos de los defensores de aquel discurso identitario pasaron gran parte de sus vidas en el exilio (por ejemplo, José Martí, a quien Mistral, preciso es afirmarlo, admiraba notablemente). Se trata aquí de una oposición profunda, filosófica: todo discurso identitario se fundará en una filosofía del origen, de la unidad, de la homogeneidad y de la totalidad -es esta filosofía la que funda, entre otras, las nociones de nación, pueblo, raza. En Mistral -no obstante ella se refiere en múltiples ocasiones al pueblo americano o incluso a la “raza” americana- predominará, es lo que uno comprueba al leer su obra poética, una filosofía de la desunión, del fragmento, de la imposibilidad de determinar un origen, en una palabra, en todo lo que un título como “Tala” podría resumir. Fue el filósofo chileno Patricio Marchant, en un libro llamado Sobre árboles y madres (1984), quien mayores consecuencias teóricas ha sacado a esta idea mistraliana del “árbol talado”, en relación a la cuestión de la imposibilidad de la maternidad. ¿Cómo fundar una nación, una identidad o la idea de un continente cualquiera en una idea semejante? Aunque muchos textos en prosa de la Mistral parezcan contradecirlo, en lo más profundo de su obra poética -la clave sin duda de toda su obra- se agitan las ideas y las imágenes (el sonido y el sentido, para decirlo con Octavio Paz) de una desazón, de un fracaso y de una aproximación al vacío radical que es justamente lo que, según Blanchot, constituye a toda verdadera poesía. Es por ello que su poesía podría resumirse en los versos siguientes: “He aprendido un amor que es terrible / y que corta mi gozo a cercén: he ganado el amor de la nada, / apetito del nunca volver, / voluntad de quedar con la tierra / mano a mano y mudez con mudez, / despojada de mi propio Padre, / rebanada de Jerusalem!”; o en estos otros: “Cielos morados, avergonzados / de mi derrota. / Capitán vivo y envilecido, / nuca pisada, ceño pisado / de mi derrota. / Cuerno cascado de ciervo noble / de mi derrota”. “Apetito del nunca volver”, “despojo del Padre (de Dios, y por ende, en términos nietzscheanos, de toda la seguridad judeocristiana)”, “Cielo morado, nuca pisada de la derrota”: las imágenes (el sentido y el sonido) de un espíritu que es irreductible, a la diferencia de muchos otros, a una estabilidad, seguridad y certeza de una “tierra” (pues esta tierra es muda y seca, y de ella no nacen más que estériles árboles desde siempre ya talados) cualquieras.

Es evidente que esta Mistral, la que yo considero la verdadera -la que permite situarla en la tradición de Mallarmé, de Kafka, de Rilke, pero tambien de Sylvia Plath y de Alejandra Pizarnik- no podía ser funcional a los fines de manipulación simbólico-política de una nación (Chile) que, como toda nación, debía fundarse en el olvido de lo que ella misma aplastó (por ejemplo, a los Mapuches, en ese genocidio que fue lo que se conoce como la “pacificación de la Araucanía”). Es en este sentido, y en este contexto amplio, en el que resulta extremadamente interesante la publicación de las cartas que la poetisa se escribió, entre los años 1948 -1956, con Doris Dana, su “amiga” norteamericana. Más allá de confirmar que era homosexual, lo que permite comprender muchas cuestiones esenciales a su obra (cuestión de la imposibilidad de la maternidad, cuestión de la incomprensión, cuestión de la esterilidad, cuestión de un misticismo, como el de Sor Juana, fundado en una pasión fuertemente sexual), estas cartas permiten comprender hasta qué punto su pensamiento filosófico-político estaba del lado de las minorías (ella, india y homosexual, sin duda que se sentía parte de ellas) y por ende no podía, en ningún caso, estar del lado de una idea de “nación”, es decir, del apego a una identidad cualquiera (pues todo discurso identitario será siempre uno contra las minorías). Su poesía es, para utilizar la expresión que Deleuze y Guattari elaboraron para hablar de Kafka, una obra de “literatura menor”, en tanto se funda en un deseo fragmentario, en una pasión alucinada y “salvaje” (solía ella misma definirse en sus cartas de esta manera), y se piensa desde la imposibilidad, desde la derrota y el desasosiego (la Desolación, la Tala) y no desde la unidad, la pertenencia y el triunfo (Neruda otra vez sería el opuesto, contra lo que diga el Partido Comunista, de una “literatura menor”).

Está claro que los estudios mistralianos necesitan urgentemente de una renovación. Es impresionante lo que en torno a su poesía y a su pensamiento podría decirse a partir, por ejemplo, del horizonte de los llamados “Cultural studies” -en los que la cuestión del género y de la deconstrucción de la identidad son esenciales- o de los “estudios poscoloniales”, en los que se asume la crisis radical de la idea de nación en nuestra actualidad; al mismo tiempo, un análisis de lo que ella llamaba “lengua mestiza”, es decir, una lengua multicultural, desidentitaria, o del uso del arcaísmo -que ella entendía como la influencia que en su obra posee el habla popular- constituyen aún una deuda enorme para con una intelectual, pensadora y poeta que ha sido violentamente manipulada por una nación (Chile) que se ha fundado en valores detestables como el machismo, la homofobia y el desprecio a los pueblos originarios. Es sin duda por esta razón que ella prefirió salir de ese país, para nunca volver, y vivir entonces, siempre, como corresponde por lo demás a todo gran poeta, como una “extranjera”.
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