No nos gustó ahora esa ciudad vertical, asentada en un trozo continental y una isla. Un cóctel de calor y humedad. Un inmenso centro comercial con marcas de la gama altísima; De Louis Vuitton hay nueve tiendas; pululan deslumbrantes joyerías; los hoteles de lujo pugnan por superar las cinco estrellas y se enseñorean los rolls-royces, maseratis, porsches, ferraris... Hay restoranes para manirrotos distinguidos por la célebre guía gastronómica francesa o supermercados con los más finos y deliciosos alimentos: caviar, auténtica wagyou de Japón, USA... O jamón ibérico.
Precisamente, en el rutilante súper del C.C. Harbour City nos topamos con ese paladín de la Marca España (ahora rebautizada para contribuir al derroche): Joselito. Tan fragantes alacenas satisfacen las demandas de ejecutivos bien remunerados en una plaza financiera de primer orden internacional, prósperos empresarios y, sobre todo, una legión de turistas millonetis compradores compulsivos: los millones de chinos del partido que se aseguraron su trozo del botín antes de dar portazo a la ideología de la solidaridad.
Algunos recuerdos de nuestro primer y único viaje estaban presentes: un aeropuerto que, luego de recoger el equipaje, se abrió una puerta y aparecimos sorteando viandantes en una céntrica calle. O la irritante cena de Nochebuena de 1991 en el restorán de cocina china del mítico hotel Península; los chinos de una mesa contigua estuvieron todo el tiempo riendo y pasándose un novedoso chisme: el teléfono móvil. Aquel aeropuerto pasó a ser un solar, donde se construyó parte de esa selva de rascacielos; la cena, hoy bajo el brillo de una estrella de la menos fiable Michelin, es accesible solo a ricos snobs. Y es ahora, en sus concurridísimas calles, donde se cruzan o tropiezan los viandantes: "zombis" que trastean en sus móviles. Aterrizamos en otro aeropuerto. Otro centro comercial con el mayor food court que hemos visto. Rolex y Chanel disponen de sendas tiendas de dos plantas.
Vistos los precios de los restoranes de élite, tanto a la carta como los socorridos bufés -el brunch del Ritz Carlton cuesta 120€-, optamos por los de tipo medio, cuyos precios sobrepasan los nuestros. El primero fue en el Dim Sum Bar, frente del 4 estrellas Prince, con el bufé a 68€. Pero en aquel moderno restorán, especializado en esas pastas de harina de arroz rellenas, abuelas de ravioli y tortelini, comimos decentemente por 50€. Tres cervezas, tres dim sum rellenos de bok choy y gambas, otros tres de cangrejo y carne de cochino, tallarines de harina de arroz con gambas y Arroz frito con panceta y verduras. Y como somos fanáticos de la comida india acudimos a uno recomendado: Delhi Club, en la muy comercial calle Nathan Road. Entramos a un edificio de rutilante fachada y caminamos por una enorme y mal iluminada planta baja plagada de pequeños comercios e inmigrantes indios, que nos acosaban para que comprásemos relojes falsos. Subimos varios pisos, en un ascensor cascado, y accedimos a un comedor, que conoció mejores días, atendido por gente de indecorosa vestimenta. Mas los platos resultaron buenos: pan naan, Gambas masala, Panaché de verduras al curry, Chicken tikka, arroz hervido, 3 cervezas y par de refrescos, 60€. Cuando hicimos la reserva nos aseguraron que disponían de tandoor a las brasas. Pero mintieron, era a gas. Siquiera lo mencionamos.
La vida es cara, la más cara de las ciudades que hemos visitado en Asia, incluida Tokio. Solo se salvan los taxis, y no entendíamos cómo pagando la gasolina a 2€ el litro sus tarifas son más bajas que las nuestras. Y junto al Dim Sum Bar vimos el modernísimo restorán Cheese Cake Factory con una cola de jóvenes dispuesta a gozar de una cena, cuyos platos llevan quesos y se postulan como de Cocina mexicana-americana. Y pensamos que aquella juventud no solo renuncia con garra a las virtudes del socialismo, sino que ya está enganchada a unas gastronomías y un alimento que durante muchos siglos perteneció solamente a las culturas europeas: el queso. Y dicho sea en favor de la globalización, el primer queso que entró en América fue español. Probablemente canario. Casi seguro gomero. Y lo embarcó un italiano conocido por Colón.