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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Echando la vista atrás

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

sábado 14 de octubre de 2017, 03:43h
Echando la vista atrás

14OCT17 – MADRID.- Es frecuente que los seres humanos llegado un momento de sus vidas, cuando comprendemos de una forma lógica que estamos cercanos al desenlace final, echemos la vista atrás para contemplar así el camino que hemos recorrido, emocional, profesional y personalmente.

Llegado ese momento y sin la necesidad de escribir unas memorias como hacen otros y considerando indirectamente cumplido ese deber en mis dos libros de “La infancia Mágica”, finalistas del Nadal, así como el titulado “La calle de los amores”, y en numerosos artículos por ahí dispersos pues nunca me he tomado en serio eso de compilar, reunir y catalogar toda mi obra literaria, formar con ella una especie de monumento arqueológico, ya que considero la creatividad en sí un don de Dios o más bien un reflejo de su divinidad, y sí creo llegado un momento de detenerme, girar la cabeza y mirar hacia atrás para contemplar el paisaje que he dejado.

Y puesto a ello y en una solo artículo me pregunto a mí mismo: ¿Cuál es verdaderamente la fuerza inmanente que sale de ti y que ha permitido que escribieras sin parar a lo largo de más de cinco décadas? ¿Cuál es el manantial de donde nace realmente ese río de aguas claras, cristalinas, que ha ido manando sin cesar desde tu corazón y desde tu mente y que te ha permitido llegar a ser lo que eres?.

Apartando de mi vista la arboleda tupida de acontecimientos diversos, objetos, personas y cosas que me han ido acompañando a lo largo de la vida y que no te dejan ver. Serenando la vista, serenando el corazón de las ardientes y apasionadas tareas de todos los días, deteniendo con esa mirada casi postrera semejante con la que Jesús contempló Jerusalén antes de su partida y anunció la profecía; con la que Lot apresuraba a su mujer a abandonar Sodoma; con las que los Von Trapp, contemplaban por última vez su Austria tan querida en su huida presurosa través de los Alpes alfombrados con la flor de Edelweiss.

Con esa mirada entre nostálgica y presurosa, así contemplo hoy, ésta mañana en el silencio de mi sala de estar, de mi despacho junto a mis libros más queridos, con fotos enmarcadas de personas conocidas de todos que me han ido acompañado en la noble tarea de presentar mis obras, de asistir a mis estrenos teatrales, de ser testigos en momentos especiales de esa biografía que todos tenemos, mirando hacia atrás siempre sin otro motivo que el de conocerme a mí mismo, veo no sin cierta emoción y sin lugar a dudas como origen de todo esa infancia enfermiza pero llena de luz, una luz inolvidable hecha del amor de mis padres, de mi tía Angelina, de las chicas del servicio, de los Zornoza y otros amigos que venían a verme. De Águeda, aquella mujer inseparable venida desde Burgos a cuidarme, en esa postración fruto de una enfermedad envuelta en gozo, en armonía y paz.

Sí, la infancia extraña y diferente a la de los demás niños de mi edad, configura así el manantial inagotable, la médula de ese reactor nuclear que nunca me ha abandonado y que ha hecho de mi un “creador puro”, esto es un niño y después un hombre capaz de inventar argumentos y más adelante a desarrollarlos bajo la forma que los demás habían definido como cuentos, novelas o piezas teatrales.

Sin esa infancia mágica, sí ese amor inmenso de un padre y una madre entregados, en aquel ático luminoso y silencioso de la calle Hilarión Eslava de Madrid, frente a la Plaza de la Moncloa con todo el Guadarrama azulado ante mi vista y las golondrinas piando y revoloteando sobre mis ojos bajo un cielo azul pintado por Velázquez, bebiendo aquel agua cristalina, el “Champagne de Lozoya”, nacería una imaginación fantástica presente siempre en mí, incluso durante largas enfermedades, y que me ha deparado sin duda una de las mayores alegrías que pueda tener un ser humano, la de crear como antes dije historias salidas de la nada, para ofrecerlas así a unos amigos y al final a un público que ha sabido apreciar y reconocer un don que no me pertenece, pues sé que se lo debo a Dios.

Y es ese Dios y mi patria, lo que más he valorado a lo largo y a lo ancho de mi vida, pues en eso me educaron y a ellos, a mis padres, a Él, creador como yo, confidente y amigo, y a España, mi patria protectora, la tierra tan querida, el jardín de mi infancia, cuanto modestamente debo y he podido ofreceros.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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