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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Rita Barberá, In Memoriam

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

jueves 01 de diciembre de 2016, 19:19h
Rita Barberá, In Memoriam

02DIC16 – MADRID.- Se dice con frecuencia que en España faltan intelectuales de categoría, como lo fueron en su día Gregorio Marañón, Unamuno, Ortega y Gasset o Pedro Laín, esto es personas capaces de levantar su voz cuando esto es necesario para el bien del país.

No tengo ni mucho menos la categoría de las personas que acabo de nombrar, pero sí me considero un observador de la realidad y de mi entorno, y sé que tengo una deuda con Rita Barberá, una deuda que quiero saldar y que ella la escuche allá donde se encuentre, donde en su día estaremos todos, queridos lectores.

He esperado un poco a que pasase la turbamulta, el griterío de los tertulianos y otros portavoces de esta España insólita, y digo insólita como pudiera decir diferente, inabarcable, impensable, imposible.

No quiero entrar en detalles biográficos, ni contables, ni jurídicos, ni mucho menos políticos, en una época en que todo cambio es aplaudido y bienvenido aunque en la realidad objetiva sean muchos para el mal y para la confusión.

Rita Barberá es y será para siempre una mujer, una persona admirada y querida por buena parte de los españoles, y especialmente de los valencianos cuya región he visitado siempre y sigo visitando, pues veraneo en Benicassim y siempre me acerco a rezar a la Virgen de los Desamparados, patrona de la ciudad, a la que mi padre veneraba y rezaba. Me he acercado cuantas veces he podido y he paseado por esa ciudad incomparable, hermosa, limpia y acogedora junto al mar que es la “Reina de las Flores”, como dice la canción.

Pues bien, Rita Barberá, mi admirada y querida mujer que tanto representaba a la España de bien, a la que quería con locura, igual que a su Valencia del alma, por la que ha dado su vida y se ha sacrificado hasta el último aliento, ha muerto.

Cuando mi mujer me dio las noticia - estaba en la cocina –, no me lo creía, corrí como pude hacia el salón y comprobé consternado, espantado, como la televisión confirmaba el hecho.

Dos sentimientos, dos pensamientos invadieron mi ser: el deseo de no ser español, de aborrecer mi patria y el de largarme con viento fresco a otro bien lejano, de esos asépticos y fríos como Suiza o Suecia. Porque Rita Barberá ha sido sacrificada en un rito largo y macabro de alguna manera por todos nosotros que lo hemos consentido y permitido, por mí el primero que no he levantado la voz antes y que lo hago ahora tarde, por negligencia, por abulia y quizá por cobardía.

Rita Baberá ha sufrido un acoso, una destrucción premeditada y una penosa y una terrible agonía en la mayor de las soledades, un calvario semejante al de Cristo, un abandono de todos empezando por mí y siguiendo por el Partido Político al que pertenecía y al que había dado su vida y sus amores. Por el Gobierno en pleno y por su Presidente, todos los cuales imagino estarán tan dolidos y apesadumbrados como yo; pero eso no quita, ni redime, ni justifica una sola gota de la sangre de esa mujer que ha caído sobre nuestras cabezas, esa mujer a la que le reventó el corazón, tras ser apaleada y molida por los medios informativos, por el Poder Judicial, por todos los españoles que ahora empezando por el Presidente del Gobierno del que se decía amigo y terminando por mí, pobre escritor, nos damos hipócritamente golpes de pecho ante la tele o ante el prójimo, o en el espejo ante nosotros mismos, en esta imagen acartonada y ruin que nítida nos ofrece el límpido cristal de lo que somos, partes del brazo ejecutor del linchamiento de una persona que ha dado todo cuanto tenía en su labor de gestora pública, de inolvidable – ahora más que nunca y es tremendo –, alcaldesa de Valencia, una Valencia que sé que la adoraba, que la votaba y aplaudía siempre una y otra vez, y que ahora la llora tras saber que ha muerto en la habitación de un hotel de una ciudad gigante y fría, lejana del mar Mediterráneo, como es Madrid. Tras hincharse a antidepresivos en un intento desesperado por hacer valer su verdad, una verdad a la que no ha tenido ni el consuelo de hacerla presente en vida.

Los últimos días, las últimas horas de esa mujer que vestía de rojo, tiempos atrás tan admirada, aplaudida, festejada y querida, por los que ahora hemos contribuido de alguna manera a su linchamiento, son ciertamente pavorosos. Semejantes en soledad, en miedo y en tristeza - perdonen la comparación - a los del Nazareno, porque todos los de su estirpe terminan como Él, crucificados bajo los gritos, insultos y escupitajos del populacho, ese pueblo – la masa – que no mucho tiempo atrás la aplaudía, y el mismo que después de su ejecución la llora y no la olvida.

Eso es este país, quizá degradado y envilecido un poco más, el país cainita que ejecuta a sus profetas para después poderles recordar, alabar y llorar.


(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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