Alternada siempre con la enfermedad, fue bendita sin embargo por el amor de unos padres incomparables a los que jamás olvidaré. Pero ahora que llego a este valle crepuscular de la vejez lamento la inexistencia de otra vida para poder seguir en ella contemplando la belleza del universo, la del alma humana y mi recóndita y extraña capacidad para trasmitirlas, para describir con precisión lo que pienso y alcanzar con ello a los demás.
Y contemplar estupefacto que siguen siendo ellas las que más lo agradecen, porque primero sienten y después piensan, al revés que nosotros los hombres, al revés que yo.
Y es también cuando estoy más triste, en la noche de tantos hospitales de esta gran ciudad - como voy recorriendo – que se me aparece Scheherezade, la princesa del cuento.
La oigo llegar y la reconozco antes de haberla visto, por sus risas, por su alegría, por su juventud, por su belleza. Y ella me habla, me canta, me acaricia y alivia, y consuela mis penas con su desbordante simpatía. Y está así a mi lado y yo no sé si es mi hija, o mi hermana, o mi amante. Y es en esos momentos de la noche tan larga de los hospitales cuando ella se pone muy seria y sus ojos negros como el azabache o azules como el firmamento comprendo que me abarcan, que me abrazan con todo su poder salutífero y vital, con toda su alegría eterna e inefable.
Y es entonces también cuando enfermo, medio viejo y solo, entiendo el regalo de haber vivido, de haber sido escritor. Pues esa mirada de Scheherezade que me envuelve y me posee, compensa de todas las soledades y de todas las tristezas; y mientras una noche más se va alejando de mi lado resuena en mi memoria la bella melodía de Rimsky Korsakov que embriaga y zarandea mi espíritu en la certeza de que los dos somos unos “extraños en el paraíso”.