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Opinión:

Què pot sortir mál? Los pelillos a la mar de Carles Puigdemont y Theresa May
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Què pot sortir mál? Los pelillos a la mar de Carles Puigdemont y Theresa May

Por María José López de Arenosa

lunes 11 de septiembre de 2017, 12:49h

11SEP17 – MADRID.- La irresponsabilidad y malicia de David Cameron y Artur Mas catapultaron, muy a su pesar, a dos personajes inesperados para dirigir los destinos del Reino Unido y de Cataluña: Theresa May y Carles Puigdemont, quienes tienen en común algo más que haber llegado a sus respectivos cargos sin haber sido votados directamente por sus electores.

Entre los frutos de la casualidad, el destino o el azar, que comparten la señora May y Puigdemont está su peluquero. Sí, querido lector. No levante usted la ceja con asombro. Así es, y a las pruebas me remito. No tiene usted más que echar un vistazo a las numerosas fotografías de ambos que circulan en internet para corroborarlo. Algunos afirman que el artista se llama Pep y es de Mataró. Otros que, no, que de ninguna manera; que se llama James y sus modales y lealtad recuerdan al señor Stevens, el mayordomo de Lo que queda del día, la novela de Kazuo Ishiguro, cuya película homónima interpretó magistralmente Anthony Hopkins. Están muy equivocados.

Las indagaciones de la legendaria agencia de detectives Pinkerton conducen a un señor de Murcia, Andrés González, cuya familia emigró a Sabadell cuando era niño. Aclaro, antes de que las feministas se me echen encima, que la posibilidad de que tan insignes molleras pudieran estar a cargo de una mujer quedó descartada desde el primer momento. Por mucho que odie a sus semejantes, ninguna peluquera sería capaz de semejantes creaciones a golpe de tijera y secador. En cuanto a la mano que mueve con entusiasmo el hacha para cortar el flequillo de Anna Gabriel, no voy a aventurarme hoy porque esa es harina de otro costal.

Aunque se inició en una barbería de barrio, Andrés supo aprovechar el auge de las peluquerías unisex y con la movilidad europea se lanzó al estrellato convirtiéndose en un profesional que, si bien es desconocido para el gran público, se lo disputan políticos de la talla de Theresa May y Carles Puigdemont.

La primera se encontraba ya entre su selecta clientela cuando David Cameron, ese gran ludópata de las urnas apostó por el referéndum escocés. Como había adquirido cierta confianza con la señora May, Andrés se aventuró a preguntarle por el futuro del Reino Unido en el caso de que ganara el “Sí” a la independencia de Escocia. “Don’t worry, Andrew”, respondió condescendiente doña Theresa mientras él le ahuecaba con esmero la melena para evocar la forma de un tomate de su añorada huerta murciana. Prefería llamarle Andrew para no acordarse de que estaba utilizando mano de obra extranjera, lo que podría generar suspicacias entre sus paisanos; algo que debía evitar como responsable de inmigración. “El primer ministro estudió en Eton y en Oxford. Está sobradamente preparado para saber lo que tiene que hacer y cómo hacerlo”. Andrés se sintió muy reconfortado. ¿Qué podría salir mal?

Cada vez que nuestro señor de Murcia expresaba alguna inquietud sobre política británica con su inglés chapurreado, su clienta le explicaba que, como ex alumno de la celebérrima universidad de Oxford, el primer ministro estaba a otro nivel intelectual que le situaba más allá del bien y del mal. Aunque por los pelos —nunca mejor dicho— el resultado de las urnas lo corroboró. Escocia se quedaba dentro del Reino Unido y los escoceses dejarían de dar la tabarra una temporada.

Cortar cabelleras ilustres entre el Reino Unido y España le otorgaba acceso a información de primera mano y también le daba buenas ideas para su familia. Ni en sus mejores sueños habría imaginado que sus nietos podrían estudiar en Londres –incluso en Oxford— gracias al programa Erasmus. No, no era una idea descabellada.

Elecciones plebiscitarias

Mientras tanto, aquí en España, concretamente en Barcelona, Artur Mas, otro ludópata de las urnas, adelantaba las elecciones catalanas —las terceras en cinco años— tras el fiasco de su referéndum ilegal. Elecciones plebiscitarias, las llamó. Organizó una gran coalición independentista que garantizaría la victoria por goleada y por obra y gracia de la ley electoral catalana. Pero aquí también falló algo y su coalición, Junts Pel Si, tuvo que cortarle la cabeza (políticamente hablando) para complacer a los anarquistas de la CUP abriendo paso a Carles Puigdemont. El cráneo del nuevo presidente de la Generalidad, coronado por un voluminoso flequillo causó sensación. Recordaba a un calabacín –naturalmente, murciano— e hizo las delicias de los caricaturistas.

La vida sonreía a Andrés y mientras él paseaba por la Diagonal comentando sus grandes planes de futuro con Eutimia, su mujer, David Cameron hacía lo propio dando vueltas en su despacho de Downing Street pensando en su gran órdago. La adrenalina descargada con el referéndum escocés se había reducido ya a niveles mínimos y su ludopatía plebiscitaria exigía urgentemente una nueva dosis. Su nueva apuesta, presentada como promesa electoral de obligado cumplimiento, ensalzaría su figura, pasaría a los libros de Historia como el gran estadista que era y dejaría a los críticos con la Unión Europea a la altura del betún. Con el mismo espíritu de quien vuelve al casino tras una racha de suerte, Cameron volvió por sus fueros para fortalecer su posición en el partido conservador. “¿Debería el Reino Unido permanecer en la Unión Europea o salir de la Unión Europea?” Esa era la pregunta del Brexit que el pueblo soberano debía responder.

Mientras daba el toque final de laca al cogote de la la señora May, nuestro humilde peluquero se atrevió a preguntarle con timidez qué pasaría si ganaba el “Sí” al Brexit. Una vez más, la ministra del gobierno de su Graciosa Majestad lo tranquilizó con una respuesta flemática y condescendiente: “Andrew… ¿recuerda usted que el señor Cameron estudió en Oxford, igual que yo? Él sabe qué es lo que tiene que hacer y cómo hacerlo”.

Sin duda, pensó Andrés, David Cameron sabía lo que hacía y no iba a tirarse a la piscina sin comprobar si había agua. A fin de cuentas se había educado en Eton, el colegio más prestigioso del mundo, como corresponde a los grandes hombres de Estado británicos. En algún tabloide leyó algo sobre su pertenencia, durante sus años universitarios, al polémico Club Bullingdon (tuvo que apuntar el nombre para recordarlo y soltarlo después en el bar de su barrio), conocido por agrupar a lo más granado de la aristocracia estudiantil con aficiones a la bebida y al vandalismo. Según aquel artículo, el ex alcalde de Londres, Boris Johnson, formaba también parte de aquella elitista asociación, dato que restaba credibilidad al periodista —seguramente un envidioso—, para otorgársela a sus distinguidos miembros pues, sin duda, para llegar tan alto y velar por el bien común sus trayectorias tenían que ser impecables.

¿Qué podría salir mal?

David Cameron quitaría argumentos a los ignorantes que se quejaban de la competencia de los polacos, portugueses y españoles que, como él, se beneficiaban de la libre circulación de personas trabajando honradamente. Sin duda, el primer ministro lo tenía todo bien calculado –atado y bien atado, que diría otro por estos pagos— para salir airoso y políticamente fortalecido. No había nada que temer. Los descontentos con la UE se callarían en un pispás —en un abrir y cerrar de urnas—, y él, Andrés González , seguiría cruzando el Canal de la Mancha para peinar testas ilustres gracias a Ryan Air, con la misma naturalidad con que otros toman el puente aéreo o el AVE Madrid-Barcelona y presumiendo siempre de murciano y español.

“Siempre nos quedará París”, respondió lacónicamente cuando Eutimia irrumpió nerviosa en la habitación aquella mañana de junio para comunicarle el resultado del Brexit que había oído por la radio. Intentó explicarle, una vez más, que Cameron tenía una mente brillante, educada en las instituciones más prestigiosas del mundo y sus decisiones jamás pondrían en riesgo la rutilante carrera de un peluquero de altos vuelos como él. Seguro que un hombre tan alto de miras y tan preocupado por el bien común tenía un as en la manga, la fórmula para que todo siguiera igual. Nadie en su sano juicio prescindía de un buen peluquero así como así. “Un buen peluquero es tan importante como un buen neurólogo”, —-solía decir a sus amigos—, sólo que en vez de trabajar en las profundidades del cerebro con las neuronas, lo hace sobre la cubierta y esto le da un conocimiento del ser humano y sus vanidades que ya quisieran tener muchos hombres de ciencia”.

Sintió lástima por ella al ver su gesto preocupado mientras se abrochaba la bata de Harrods que él le regaló por Navidad. A pesar de la fama de lista que tenía en su pueblo, no dejaba de ser una mujer muy elemental que, al contrario que él, vivía ajena a los círculos de poder. “No seas tontorrona. ¿Qué puede salir mal?” “Nada, supongo que nada”, respondió aturdida, intentando acallar esa vocecita interior tan pedestre y vulgar que invitaba a la desconfianza.

Todo sucedió con enorme rapidez. David Cameron tuvo que marcharse a su casa o, mejor dicho, a las playas de Córcega para esconderse del ridículo y el whatsapp de Theresa May solicitando un peinado urgente para la votación del Partido Conservador no se hizo esperar. Sin rivales en su partido y sin haber sido votada para ello, la señora May se mudó al 10 de Downing Street el 13 de julio de 2016 con el pelo perfectamente cardado.

Con May en Downing Street y Puigdemont en el palacio de San Jaime se dispararon las teorías conspiratorias con un misterioso peluquero en el epicentro de las redes sociales. Ajeno a todo eso, no tardó Andrés en advertir que, además de Oxford, Theresa May compartía con su antecesor en el cargo la afición por las apuestas de riesgo para consolidar su posición en su propio partido. Pero la suya no sería un referéndum, sino unas elecciones anticipadas –muy anticipadas- para afianzar su liderazgo.

“El problema con las urnas es que las carga el diablo”, le susurró tímidamente al oído mientras le recortaba la melena. Como su inglés no era muy bueno, le pareció que la respuesta de la primera ministra era algo así como nuestro “¡pelillos a la mar!” Algo avergonzado por su atrevimiento, barrió los mechones grises esparcidos por el suelo. ¿Cómo iba a darle él, un pobre señor de Murcia, lecciones a una mente preclara, formada, al igual que la de su antecesor y sus numerosos asesores, en Oxford? No había más que echar un vistazo a las encuestas para responder la pregunta retórica de su clienta: What could go wrong?

Algo no salió como se esperaba y mientras los sesudos analistas debatían en televisión sobre lo que pudo salir mal, descargando la culpa sobre los encuestadores y sondeos de opinión, la señora May se apañaba con sus nuevos socios parlamentarios del partido Unionista de Irlanda para seguir en Downing Street.

Socios de los antisistema

La semana pasada, mientras Andrés le peinaba la melena, Carles Puigdemont afirmaba categórico: “Espanya ens roba. Pero después del referéndum de independencia que, por supuesto, ganaremos, la doble nacionalidad nos permitirá a los catalanes cobrar las pensiones de la Seguridad Social española y beneficiarnos de la pertenencia de España a la UE sin poner un céntimo ni renunciar a nada. Se van a enterar de lo que vale un peine.” A Andrés, buen conocedor del precio de un peine, le parecía todo un poco raro. Era como divorciarse y seguir casado, obligando a Eutimia a dejarle la casa y el coche para que él viviera con otra señora, mientras ella pagaba la hipoteca, la gasolina, el seguro y hasta las medicinas.

Aunque fuese un presidente sobrevenido, sin haber sido votado directamente por los ciudadanos, Puigdemont no se comparaba con Theresa May. Sus socios, los chicos antisistema de la CUP no eran tan antipáticos como los energúmenos irlandeses que la tenían como rehén en el Palacio de Westminster. ¡Donde iba a parar!

Los anarquistas ya no eran los enemigos de la burguesía catalana. Ahora eran sus socios. O quizás era al revés, y ellos eran los socios necesarios para que los antisistema cumplieran su objetivo de arrasar con todo. En fin… ¿qué más daba el orden de los factores? Eran unos simpáticos alborotadores que le acompañaban alegremente, no hacia el borde de una piscina sin agua, sino el de un acantilado majestuoso bajo el cual podía contemplar un Mediterráneo azul y más catalán que nunca. La vista era sobrecogedora y él, Carles Puigdemont, seguiría avanzando por aquel precipicio imponente con su flequillo al viento dirigiendo al pueblo de Cataluña. Mirando arrobado hacia el horizonte, alzaría las tablas de la Ley de Transitoriedad como lo habría hecho el mismísimo Moisés. Todo ello con paso seguro, triunfal, y sin necesidad de bajar la vista para ver si en ese terreno bajo sus pies que España reclamaba como suyo había algún pedrusco con el que pudiera tropezar.

“Las urnas las carga el diablo”. El susurro del peluquero en su oído despertó al Molt Honorable de su cabezada. “Haremos el referéndum porque llevamos cuarenta años haciendo lo que nos sale de la barretina y en eso nadie tiene más experiencia que nosotros. Què pot sortir mál? ¿Qué puede salir mal?”. Lo dijo bostezando, pero sin despeinarse, detalle que Andrés agradeció, pues ya había terminado su trabajo.

El señor de Murcia sacudió discretamente la caspa de los hombros del president. No es que desconfiara de su cliente por no haber estudiado en Oxford. Ni muchísimo menos. Ni Eutimia ni él habían terminado el colegio y sabían con toda seguridad que cuando algo podía salir mal, salía muy mal. A ver ahora cómo la tranquilizaba cuando viera que ni el referéndum ni la Ley de Transitoriedad reparaban en las becas Erasmus y que a sus nietos ni siquiera les quedaría París.

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