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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Coro de los suicidas

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

viernes 11 de agosto de 2017, 01:14h
Coro de los suicidas

11AGO17 – MADRID.- En la obra monumental de Giovanni Papini, “Juicio Universal”, que leí con avidez hace ya muchos años, el autor italiano se refiere en uno de sus apartados al “Coro de los Suicidas”. Salvando las distancias y los autores la obra pretende ser algo semejante a “La Divina Comedia” de Dante o a “La Montaña Mágica” de Mann.

La impronta que me dejó aquel capitulo fue honda, pues ya desde entonces el tema al que se refiere me ha dado mucho que pensar. Camus también trata el tema en “El exilio y el reino”, y durante mucho tiempo la Iglesia Católica prohibía sepultar en cementerios católicas a este tipo de personas. Yo he sentido honda preocupación y pesar por estos hechos, y desde Judas a algún familiar lejano mío que pudo hacerlo, hasta Miguel Blesa, la impronta que me dejaron es profunda.

La muerte de Blesa que me pilló en mi retiro de verano en “El Espinar”, ya de vuelta de Benicassim, fue como si lanzaran una piedra sobre las tranquilas aguas del lago de mi alma.

Y digo esto porque todo suicidio lo considero no un fracaso solo de la persona que se suicida, sino un fracaso de todos nosotros y por lo tanto un fracaso mío. Al revés de muchos que lo consideran una especie de justo castigo o que piensan que cuanto más arriba subes más dura será la caída.

Pero no. Un suicido es como un clarinete del juicio final que tocara un poco más allá de los muros de nuestra propia casa.

Al fracasar el suicida en su proyecto de vida, como diría Julián Marías en boca de Ortega, lo que se resiente es toda la sociedad que es la que realmente ha fracasado, o sea, todos nosotros. Para que un hombre o una mujer muera de forma voluntaria su sufrimiento ha tenido que ser inimaginable pues el instinto de vida - que diría Freud - inscrito en lo más profundo de nuestros corazones, tiene una fuerza tan inaudita que ha permitido sobrevivir a los seres humanos a las mayores torturas y atrocidades, como es el caso de Víctor Frank, el psiquiatra, en los campos de exterminio nazis.

Cada vez pienso más que no vivimos tan bien como creemos o como queremos creer, en una especie de autoengaño; más bien “sobrevivimos”, somos meros supervivientes de un mundo desvanecido en el que primaban unos valores que ya no existen… y que sin esos valores no se puede vivir. Los políticos generalmente aluden al “Ordenamiento Jurídico” como estructura o esqueleto que mantiene enhiesta a una sociedad. Eso es quizá suficiente para mantenerla cohesionada, para evitar que se desintegre y que reine un cierto orden en ella, pero pocas personas caen en la cuenta de que eso no es suficiente. Y no es suficiente porque por encima o más allá de las normas que configuran lo que se llama el “Ordenamiento Jurídico” se requieren otra tipo de normas para que la gente sea feliz. Y además es preciso cumplir esas normas y conocerlas y precisamente es ese el secreto de la felicidad, de la felicidad que casi nadie posee o quizá hayan olvidado, y sin las cuales viven o vivimos en un mundo ficticio casi diría virtual al haber sido desposeído del color y del sabor, del aroma y de la luz que tenía aquel otro mundo donde las personas no solo se veían constreñidas a cumplir la ley o las leyes dadas por los hombres y por los parlamentos. Fíjense que no digo exactamente las normas de cualquier religión o formas de vida, sea el budismo, el cristianismo o el islamismo, sino otra serie de normas o costumbres que no se podían transgredir, pues conllevaban caso de hacerlo una pena, y sin embargo ellas daban sentido a nuestras vidas.

Ese “miedo a la libertad” de la que hablaba Erich Fromm en su famoso libro, era en realidad el miedo al mal que puede conllevar cualquier dosis de libertad mal utilizada, esto es al vicio, al caos, al libertinaje, a la indolencia e incluso a la propia destrucción como es el caso innombrable, como diría Beckett, del suicidio.

El deficitario sistema social o más bien el infierno al que Sartre se refería en “A puerta cerrada”. Sartre que al final no se identificaría con Camus, como tampoco García Márquez lo haría con Vargas Llosa, aunque este haya declarado recientemente lo contrario.

La neurosis, la “angustia existencial “de todo individuo que esté en sus cabales es solo una faceta generalmente concienciada de esa infelicidad a la que me refiero. Pero en una sociedad, en un país, en un mundo compacto como es el de la Luna e incluso si me apuran como Marte o Saturno donde no existe atmósfera o ésta es irrespirable, no puede haber lo que yo llamo la felicidad.

Caminamos con frecuencia por Marte o por otro planeta pesadamente, con dificultad y lentitud, sin darnos cuenta de que aún vivimos en este pequeño mundo, milagroso de planeta, en esta frágil gema, en ese brillante azul único del universo llamado la Tierra. En este regalo inimaginable que es la propia vida, vida generada, inventada para disfrutarla.

Por eso cuando alguien se quita de en medio, gruñe el sistema, se resquebraja, chirría. Es preciso, es urgente organizar un mundo, una sociedad donde todos seamos felices. Podemos hacerlo si nos organizamos todos y si todos queremos. ¡ Ah, y si situamos a cada persona, en el lugar donde sea competente para realizar su tarea, qué esa es otra!

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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