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Opinión: “¡Cuidado con los Humanos…!”

Cómo olvida la juventud a la vejez
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Cómo olvida la juventud a la vejez

Por Marta Miguel García

sábado 14 de abril de 2018, 18:25h

14ABR18 – ZARAGOZA.- Son las ocho de la mañana y voy de camino al trabajo en medio de un cierzo feroz y gélido que te alborota el pelo y nubla de tu cabeza todas sus ideas al impactar sobre tu frente. De repente escucho a mi lado un eco que susurra como un lamento “bonita, perdona”. Hace demasiado tiempo que no escucho esa palabra “bonita” de los labios de una mujer tan mayor. Tanto tiempo como el que llevo recordando día tras día a mi abuela, donde quiera que esté.

Me giro ante esa demanda y una señora en silla de ruedas de avanzada edad me pide un cigarrillo. Está en la entrada de una residencia de ancianos. Dubito entre dárselo o no porque creo que una persona de su edad no debería fumar pero inmediatamente me avergüenzo de erigirme en juez de alguien que está en sus últimos años de vida, así que abro mi paquete de tabaco y le doy tres o cuatro. Me sonríe como si le acabara de regalar algo valiosísimo y a mi esa gratitud me conmueve y me turba a partes iguales.

Prosigo mi camino pensando en los muros de esa residencia de ancianos, en lo poco que me han gustado siempre esos sitios. Las veces que he visitado una de ellas no he dejado de sentir una profunda pena por las personas que la habitaban. Un día, una amiga a la que adoro dijo “qué horror debe ser entrar allí sabiendo que no vas a salir nunca”. Y así es, de esos muros uno sale con los pies por delante. No puedo evitar pensar en esos hoteles para la tercera edad como una cárcel en la que aglutinar la vejez y encerrarla para que no estorbe en medio de este caótico mundo movido a golpe de prisas y estrés que enaltece la juventud hasta límites desorbitados. Esta sociedad hipersexualizada en la que al único Dios al que se rinde culto es al de la apariencia no deja cabida para los ancianos. Nos molesta la vejez del mismo modo en el que nos molesta la tristeza. Y esos dos sustantivos, vejez y tristeza, se solapan intermitentemente como las olas incesantes a orillas de una playa desierta. Vivimos en un mundo que se encarga de cantar en un tono muy elevado a la alegría, a la felicidad, a las fotos en redes sociales con sonrisas. Y esa exaltación de la dicha sería perfecta, si su contrapartida no fuera negar que existen huecos en las vidas de todos y todas en los que se inmiscuyen el dolor, la pena, la melancolía, la rabia o la frustración. Y una sociedad que vela, tapa y oculta esas emociones, que reniega de ellas y no les deja espacio para expresarse es una sociedad con una salud mental deficitaria. Una sociedad enferma.

Muchas veces he escuchado “qué egoístas son los ancianos”. Lo curioso es que esas palabras han llegado a mis tímpanos en la mayoría de casos por gente que sí es profundamente egoísta, egoísta a costa de fastidiar al de al lado si eso supone su beneficio. Un beneficio no necesario sino accesorio. Me resulta cuanto menos curioso tildar de egoístas a personas dependientes. No es ese el atributo que debería endosarse a la tercera edad. Es que sienten miedo, es que no se pueden valer por sí mismos, es que se encuentran subordinados totalmente a que sus cuidadores les levanten de la cama y les acuesten. Es que quizás su mente en ocasiones funcione correctamente – con las limitaciones inherentes a la edad claro – pero su cuerpo no. Probemos los de treinta años a vernos inhabilitados físicamente pero con nuestra razón en orden. Probemos a depender exclusivamente de a quien le apetezca hacerse cargo de nuestras necesidades básicas. A ver lo generosos que somos. A ver si la exclusiva del egoísmo la tienen los ancianos o somos nosotros su máximo exponente. Que una persona necesite a otra desesperadamente para valerse no es egoísmo, es supervivencia. Y carecer de la empatía para ver eso merece un adjetivo y es el de miserable.

Sienten frustración, impotencia, pudor a que les limpie la entrepierna un completo desconocido. ¿O acaso los ancianos ya no poseen pudor? ¿Es el pudor propiedad exclusiva de pieles tersas, lozanas y atractivas y no de pellejos ya muy vividos y ajados?

Porque cuando hablo de vejez o de ancianos o residencias no me refiero a los autosuficientes, a los matrimonios de setenta años que viven allí y hacen viajes de jubilados. Cuando hablo de vejez y residencias estoy hablando de los que se ven atados a sillas de ruedas, de los que van con andador, de los que llevan pañales, de los que no se pueden duchar solos, de aquellos a los que si no les metes la cuchara en la boca, no comen. Cuando hablo de vejez, hablo de la ultimísima etapa de la vida, de esa en la que tienes un porcentaje elevado de probabilidades de no amanecer al día siguiente. De esa parte de la población que ya ha hecho su vida, como se suele decir, de esos seres humanos – parece que a veces se nos olvida – que ya no tienen futuro, sólo pasado. Y no tener futuro, ni proyectos ni ilusiones debe ser desgarrador. Pasado y recuerdos como primer y segundo plato. Y de postre el olvido de los que te rodean, de aquellos a los que has querido, por los que te has levantado mil y una veces por la noche para darles biberones. El olvido de aquellos por los que te has desvivido trabajando para darles todo lo que tú nunca tuviste.

Y así, ellos, encerrados, esperando a que un domingo te dé por ir a verles media hora, para callar tu conciencia. Ellos, condenados al destierro, pasando los minutos, las horas, los días a solas con sus pensamientos. ¿Cuáles serán? ¿A quién le importa? ¿Alguien les pregunta de modo sincero cómo se sienten? ¿Alguien escucha con el alma sus respuestas? Ellos con sus recuerdos que son su única compañía en muchos casos. Recordar viene del latín re-cordis que significa “volver a pasar por el corazón”. De este modo transcurren sus últimos días de vida, pasando por su corazón una y otra vez, mientras los protagonistas de ese magma rojo sólo les recuerdan con suerte “de domingo en domingo”.

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