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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La capilla

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

miércoles 17 de enero de 2018, 10:39h
La capilla

17ENE18 – MADRID.- Encontrar a Jesús no es cosa fácil, sobre todo si has sido machacado durante buena parte de tu vida por un clero obsesionado con el problema sexual, !como si el sexo fuese un problema !-, y con el cuerpo. Esto en mi caso concreto ha creado una serie de problemas y de conflictos que me han acompañado como un lastre a veces insoportable y lamentablemente absurdo durante buena parte de mi vida. Más de la mitad de mis amigos y conocidos han abandonado la fe y la práctica católica a consecuencia de lo mismo.

Su generación, machacada con ese asunto, se fue alejando de la práctica religiosa sustituyéndola por la nada, por otras cosas, el mundo de la materia, el mundo de los negocios, el pelotazo fácil, el enriquecimiento desmesurado o la política equívoca aprobando leyes, algunas de ellas faltas de lógica y peregrinas o absurdas o, lo que es peor, contra la ley natural y las sanas conciencias.

En ese contexto las catedrales maravillosas que siempre he visitado en diferentes ciudades de Europa, del orbe cristiano, y las iglesias burguesas cargadas de lujo, de flores, de imágenes caras y de grandes dimensiones, me han dejado frío. Si a esto unimos al sacerdote allá a lo lejos advirtiendo o casi amenazando con voz trémula hablando de un Jesús lleno de normas y de prohibiciones, pueden imaginar los lectores el sufrimiento, el vacío, la soledad y el sentimiento de culpa que generaban en mi aquellos clérigos lejanos, aquellos templos gigantescos, apabullantes, aunque muchas veces dignos de admirar, pero siempre de una forma artística o arquitectónica.

Pero como el Señor se preocupa por cada uno de nosotros y no nos olvida, una noche (aún no era de día) deambulando lenta, muy lentamente con mi coche a eso de las seis de la madrugada, en esas noches gélidas de diciembre y enero, me detuve ante una puerta herrumbrosa que daba a un patio interior medio a oscuras y allí, junto al muro, una escalerita que conseguí subir torpemente a consecuencia del frío y de mi Párkinson.

Pero fue al final, a la derecha, cuando después de atravesar un breve rectángulo y de empujar una puerta de madera, apareció ante mí algo tremendo y a la vez maravilloso, algo que he estado buscando como alma en pena a lo ancho y a lo largo de mi larga vida.

Era una capilla de mármol blanco, profusamente iluminada, limpísima y templada, con bancos de madera modernos, cómodos e impecables; con numerosas imágenes algunas de la virgen del Pilar, de la virgen de Fátima, de la virgen de Lourdes, de San José con el niño en brazos. Enfrente, el altar con un fondo policromado de pinturas y dorados siempre subiendo hacia el cielo, pero un cielo cercano, cálido y blanquísimo, todo ello gótico o neogótico, y las altas vidrieras y las celosías de todos los laterales superiores y del fondo de la parte de atrás, en madera. Estaba un poco tambaleándome de la impresión recién recibida cuando comienzan a cantar unas monjitas con voces auténticamente angelicales, suaves, casi de niñas. No las veía, claro, son de clausura, pero las escuchaba con más que deleite, las escuchaba con la intensa sensación de que venían de otro mundo, pero un mundo cercano, muy cercano y suave. Un mundo lleno de amor y de perdón.

No guardo rencor al clero que me ha estado machando durante tantas décadas, les perdono y si quisieran les podría daría mi absolución.

Por supuesto que no todos los sacerdotes son así, alguno de ellos son íntimos amigos, como le sucedía a Graham Green, pero he de deciros lectores la verdad, siempre lo he hecho.

No se trataba de repetir mecánicamente normas y hechos, aderezados con unas confesiones aburridas y falsas.

La capilla en cuestión a la que voy siempre que puedo, pues me atrae con una fuerza desconocida, me ha dicho: Ahí está Jesús.

Que ahí está Dios se ve, pues Dios y Jesús se manifiestan como un viento suave, como un viento pequeño y silencioso y no con homilías complejas y tronantes, dichas algunas veces a voz en grito.

Y toda la confesión se pone en entredicho, pues los únicos “pecados” como gusta cosificar el discurso litúrgico son a mi modo de ver: Matar a otra persona, o sea a un ser humano, a un hermano o hermana tuya semejante a ti; o robarle el dinero, robar el dinero que corresponde al pueblo, seas político, gestor, empresario o rey.

Los temas referentes al cuerpo y por ende al sexo corresponden a la persona; y el alma solo es de Dios, como dicen los clásicos de nuestra incomparable edad de oro. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Ampara a tu prójimo en cualquiera de sus circunstancias, ayúdale; amarle es dar la vida por él si fuese necesario. Pero cuidado: el cuerpo es de uno mismo…, y además, no olvidemos, “no es fácil vivir”.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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