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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Una interpretación insólita

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

jueves 02 de noviembre de 2017, 20:10h
Una interpretación insólita

02NOV17 – MADRID.- Para ser sincero queridos lectores tengo que hacer como hizo García Márquez en “Crónica de una muerte anunciada”, empezar por el final. Y es que a Paloma Mejía la conozco desde que vi su versión de “Los Miserables” en el Teatro “Victoria” de Madrid; ya entonces mi hija y yo salimos de la representación zumbados, cegados; llamé al empresario del teatro y amigo y le dije: “esta chica es un genio”; y me contestó llanamente: “sí, lo es”.

Desde entonces he de confesar que puse el ojo en ella a pesar de que mi hija dijo que no lo hiciera, parece que no tiene un gran concepto de su padre en determinadas cosas.

Bueno, pues sí, nos conocimos, charlamos largamente y me vi todas sus producciones a cual más deslumbrante.

Pero la jugada - porque Paloma es muy lista-, ha sido cuando me ha invitado a ver la obra infantil titulada “Dos brujitas y un calcetín” en su mismo teatro. Me sentaron en un lateral de la primera fila, vi como entraba la gente, las mamás tan jóvenes con sus niñitos y niñitas en fila india que Juan Herbé, tan genial como siempre, iba acomodando de forma alegre y parsimoniosa. El teatro casi se llenó y Juan nos invitó a hacer una curiosa gimnasia para desentumecer los músculos; con mi bastón hacía lo que podía, pero la verdad, todos los pasaban pipa, hasta que en un momento determinado, hacia los diez minutos de comenzar empieza la acción y aparece la protagonista, una brujita “cara cortada” de voluminoso culo, largos cabellos oscuros, botas de cuero y otros aderezos; habla de un bebedizo, hay un narrador y se sabe que su hermana la estaba buscando. También aparece la muerte que es una niña, vienen todos de la fiesta de Halloween y el escenario fantástico y el patio de butacas tiene abundantes telarañas.

Pero no es esto lo que quiero contarles. La brujita “cara cortada” se mueve a una velocidad vertiginosa, propia del cine mudo pero esta vez en color, va enormemente maquillada, casi una careta de nariz puntiaguda y afilada.

La expresión de esa bruja tiene algo de siniestro pero a la vez de humano, cuando grita o se lamenta o casi llora o pretende esconderse, sus gestos son tremendos y en sus ojos hay una expresión intensa, triste, alocada y a la vez – repito - humana. El impacto que produce sobre todos los espectadores es enorme, niños y adultos contemplan aquello casi sin respirar; de ritmo trepidante y más parecido al cine en color, recuerda al mundo de Walt Disney, al de Harry Potter y al de Buster Keaton, más que a otra cosa. Es inquietante y fascinante a la vez. Los movimientos corporales de la bruja, su agilidad, su fuerza, la expresión corporal, aquellos ojos, consiguen sumirnos a todos en un letargo, en una ensoñación espectral.

La bruja gime, implora, llora, habla, se lanza desesperadamente hacia las puertas de salida que no encuentra y se golpea repetidas veces contra el muro. Yo sentía, lectores, una fuerza brutal que llegaba hasta mí, que me atravesaba, zarandeaba e interpelaba a la vez. Confieso no saber si lo hubiera podido resistir durante mucho tiempo, tengan en cuenta que estoy muy trabajado y algo endeble, hasta que en un instante determinado, sumergido en aquel mundo irreal o virtual, estremecido como en el “El mago de Oz” o en el de “Blade Runner”, creí escuchar el leve tono de una voz conocida, el corazón se me puso en la garganta entonces y sentí la luz aún muy lejana del alivio al pensar que aún podría volver a la realidad, a mi mundo, esto es, a la tierra, después de haber sido arrebatado por un carro de fuego como los de la Biblia.

A los pocos minutos – pues no fue cosa fácil – creí recordar y reconocer aquellos ojos que nos miraban, que me miraban, sobre todo cuando alguien dejó el famoso bebedizo de contenido rojo en una botella transparente, y mientras la bruja tenía a todos los niños expectantes y hechizados junto a ella sobre el escenario, como hizo su día el Flautista de Hamelín, hice el visible ademán desde la fila uno de beber de la botella, la bruja gritó despavorida: “¡No hagas eso!”, y se lanzó de un salto inverosímil, propio de otros planetas, arrebatándome el bebedizo.

Desde aquel momento – gentes que me leéis – todo se transformó para mí y comprendí anonadado pero feliz, como pudo sentirse Marta y María cuando Jesús ordenó a Lázaro, su hermano, salir de la sepultura; o el mismo Cristo resucitando al hijo de la viuda de Naím. Sí desde ese instante quedé transido al comprender que aquella bruja inquietante y terrible, de voz cambiante y ademanes humanos, no era ni más ni menos que la misma Paloma.

Al terminar la función y cuando todo el público que llenaba la sala hubo salido, la compañía entera esperaba en un rellano de la escalera en compacta piña para hacerse una foto, ella estaba en el centro, me hicieron señas de que me acercara y creo recordar, no lo sé bien, que besé a la bruja y ella me dio la gracias por haber ido, mientras su hermana, la otra bruja, esa sí, la actriz Lola Catalá, me preguntó entonces, que qué me había parecido. “La reconocí por la voz” - creo que eso fue lo último que pude musitar-, después de presenciar una interpretación insólita, quizá la mejor de mi vida.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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