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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Hoy es mi santo

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

lunes 29 de mayo de 2017, 00:26h
Hoy es mi santo

29MAY17 – MADRID.- Y en casa se solía celebrar. La familia de mi padre de origen vasco lo celebraban y la de mi madre de origen catalán y más lejanamente yugoslavo también. Se hacía una pequeña fiesta familiar, mejoraba la comida o ponían una tarta. Mi padre estaba muy alegre y nos felicitábamos los unos a los otros. Las mujeres que siempre nos han rodeado nos hablaban de él y a mí de una forma especial, eran más alegres, más cercanas.

Después de comer y ante mi madre y mis otros hermanos y algún que otro invitado asiduo, mi padre y yo tocábamos el piano, la “vieja pianola”. Mi padre que lo dominaba pues tenía la carrera entera, arrancaba con unos zortzicos vascos, para después pasar a partituras melódicas muy conocidas, continuar con sus tangos queridos y predilectos, entre ellos por supuesto “La Cumparsita”, y terminar con marchas militares o algún que otro vals de Johan Strauss.

Cuando dejaba de ejecutar y se levantaba para sentarse cerca de mi madre o de algún que otro invitado, bebía un poco de coñac “Napoleón” y solía encender un cigarrillo (entonces aún estaban permitidos). Era entonces cuando yo, con más audacia que otra cosa, me apresuraba a ocupar el taburete o la silla vacía y comenzaba a ejecutar mi repertorio, variado y lleno de ritmo. Por supuesto que no tocaba el piano como mi padre pero no sé por qué resultaba irresistible, los invitados o mi madre, las chicas del servicio o quienes compartieran la onomástica se ponían a bailar. Como he dicho en otras ocasiones eran momentos de gran felicidad, solo comparables cuando años más tarde salía a saludar al final de la primera representación de algunas de mis obras en los escenarios de los diferentes teatros de la Red Nacional.

De ese ir y venir recuerdo la alegría inmaculada de aquella casa enorme, la de Alberto Aguilera, con los muebles de caoba, la librería Espasa con su más de cien gruesos volúmenes.

Recuerdo también el espíritu tan liberal que tenían mis padres, y la atención y el amor y el respeto que prestaban a sus tres hijos, y la libertad espiritual que nos otorgaban con sus gestos de cada día. Y también su compañía cuando estábamos enfermos y la alegría desbordante cuando viajábamos al Cantábrico en verano o al extranjero en avión, o en aquel viaje tan largo e inolvidable en compañía de Pepi, mi maestra, a bordo del Cabo San Vicente, el trasatlántico de lujo de la clase media acomodada de entonces, industriales, comerciantes y rentistas. Yusgoeslavia, Italia, Grecia, Turquía, Rusia, y todo lo demás.

Tengo que agradecer a San Germán, ese santo germánico y francés que provisto del Ángel de la Guarda, del alma de mi hermana, y de monjes u otros amigos contemplativos o de ordenes sagradas que sé que rezan por mí, haber llegado a esta edad e intuir que están haciendo a veces esfuerzo muy grande por mantenerme vivo, si puede llamarse a eso prolongar un poco nuestra estancia en este planeta.

Tantas veces me han salvado de morir ahogado en la playa de El Langostero, a orillas del Cantábrico, en Santander; en el atropello del camión en plena Gran Vía de Madrid, y cuya rueda trasera de más de veinte toneladas pasó a escasos centímetros de mi cabeza, tal como estaba tendido en el asfalto. O hasta hace muy poco aquí, en mi propia casa, cuando en plena noche antes de la amanecida, me levanto y me pongo a escribir o a pensar y de pronto tras oír un estruendo y estallido de una cristalería pulverizada, aparecen mi mujer y mi hija en el umbral de la puerta mirándome espantadas.

La lámpara del techo, el enorme plafón comprado a Ángel Molina hace la friolera de unos cuarenta años. Había caído como una bomba de cristales y bronce y ha estallado quedando clavada en el suelo, en el parqué, dejando un surco y un hoyo considerables. Bien de haber caído tres centímetros más cerca, ahora no estaría escribiendo esta carta. No lo hubiese contado.

¿Qué sentido tiene que siga estando aquí? Pues la verdad, hay muertes en las que no te enteras, se enteran los demás por ti.

Y en relación con la pregunta quizá no sea lo que aún se esperaba de mí, sino que se trate de que vea o experimente cuán maravillosa es la vida y que interesantes son aquellas personas que no conocía, tantas personas nuevas. Pues no es preciso que aparezcan San Gabriel, San Rafael o “Supermán” en persona, para alcanzar cierto grado de felicidad.


(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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