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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La Escolanía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

sábado 21 de enero de 2017, 04:00h
La Escolanía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.

21ENE17 – MADRID.- He de dar gracias al Señor porque en su misericordia me ha concedido más que dos deseos, dos sueños que jamás imaginé que podría alcanzar. Escribir en “El Norte de Castilla”, el periódico de Miguel Delibes, de Paco Umbral y Rosa Chacel, y visitar la santa, famosa y premiada internacionalmente “Escolanía de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos”.

En su día no muy lejano hablé de “El Norte de Castilla”, hoy me toca hablarles con temblor y emoción de mi visita a la famosa “Escolanía”, invitado por el joven y amabilísimo Prior de la Orden Benedictina que custodia ese lugar santo.

Bien es verdad que cuando me encuentro mal, cuando mi alma está turbada por asuntos familiares o nacionales, que es como decir familiares también, suelo coger el coche e irme unas horas solo o acompañado a ese Valle estratégico y bellísimo del Guadarrama donde quizá esté uno de los focos espirituales que más bien me hacen. Les decía a los niños, a los cantores que me preguntaban que allí, muy cerca de ellos, cargaba la batería y que la batería era el alma, mi alma, y que el alma no es el cuerpo ni el cerebro, es algo muy distinto que perteneciendo al mundo de lo invisible es inmortal. Pero que como tal debe de ser alimentada cuando se siente desfallecida porque es entonces como un automóvil que se quedara sin la luz de los faros ni el sonido del claxon.

Fue el Prior de la Orden, el padre Cantera, Santiago Cantera, quien me invitó a dar la charla a los cincuenta niños y alumnos cantores, venidos de las distintas regiones de España y algunos de diferentes países del extranjero.

Como me llevaba mi amigo José Antonio Mesa Basan, ex Secretario Nacional de la Unesco y excelente pintor y orador en su coche, ya que me va dando miedo conducir el mío, fuimos trepando el Guadarrama hasta llegar a la explanada posterior a la inmensa Cruz, - el frío de enero era muy intenso pero la mañana era soleada.- Llamamos al Prior desde el móvil de mi amigo y pronto apareció allá en la lejanía protegiéndose del viento con el hábito benedictino y con la capucha echada que casi le tapaba la cara.

Sabía de su calidad humana, de su risueña simpatía y su gran preparación pues nos habíamos conocido una mañana de verano en uno de los claustros de la Abadía residencial, dedicada al turismo y visitantes.

Pero fue muy poco tiempo de charla, creo que estaba con una amiga y me sorprendió entonces su juventud, vivacidad y puesta al día en todo. Desde entonces apenas nos habíamos visto hasta que le propuse dar una charla a los niños cantores sobre el mundo del teatro y lo que era la infancia, la juventud, la madurez y la vejez de un escritor, de un autor de teatro.

Advertido por mi hija de la poca experiencia que tenía en tratar con niños y más en grupo, tuve que hablar varias veces por teléfono con el Prior para hacer ese evento posible y viable.

En todo momento me sentí comprendido por Santiago Cantera que me facilitó la labor y me dijo que nada de discursos ni cosas parecidas, sino más bien un extenso y variado coloquio en directo con los alumnos arrancando de una serie de preguntas sobre mi propia vida iniciadas por él mismo.

Bien, el caso es que al saber que me cuesta tanto caminar a causa de mi Párkinson de siete u ocho años y que ya no llegaba ni a la mitad de la distancia entre la entrada principal y el centro de la Basílica, se ofreció de inmediato a llevarme en una silla de ruedas, pero claro lo que no esperaba ni por asomo era que él mismo, sucesor de Fray Justo Pérez de Urbel, con su categoría y carisma empujaría personalmente esa silla de ruedas, descansando y alternando a veces con mi amigo impagable el aristócrata y cultísimo José Antonio Mesa que había detentando importantes cargos políticos y administrativos.

Pues sí, lectores, así fue como en volandas o por mejor decir sobre ruedas, a través de pasillos inmensos, corredores subterráneos, claustros luminosos y semi congelados y estancias alumbradas y con calefacción, llegamos hasta ese altar mayor donde se oficiaría la misa pienso que de once, con su altar situado a escasos pasos de las tumbas de José Antonio Primo de Rivera y del Generalísimo Franco.

Una vez sentado en el segundo banco y atendido en todo momento de forma ciertamente exquisita por el padre Prior, comencé a escuchar antes que a ver las voces celestiales de esos “niños del Coro” que ya quisiera la productora francesa del filme haberlos tenido a mano. Iban uniformados y quedaban al fondo a la izquierda de mi vista. Salieron entonces los monjes, cerca de veinte, en dos filas con sus preciosos hábitos litúrgicos, uno de ellos obispo o al menos con solideo. En el momento excelso de la Consagración se apagan de repente todas las luces y solo quedó iluminado por un potente cenital de luz blanca como la nieve, el oficiante , el altar y el cáliz elevándose con la hostia consagrada; el pan bajado del cielo que conduce hasta la vida eterna.

Cuando finalizó la eucaristía nuevamente en aquella curiosa silla gestatoria me condujeron hasta la biblioteca muy templada donde me ayudaron y presentaron a varios monjes, dos o tres encargados civiles y la bibliotecaria.

Los niños se arremolinaban a mi alrededor y me solicitaban bulliciosos, risueños y llenos de alborozo, que les firmara sus libros de lectura, de estudio y sobre todo de ocio.

Empezó el maratón de las firmas que conozco de tiempo inmemorial, pero como me sintiera algo fatigado me hice traer un vaso de leche templada y otro de agua fresca.

Estuve así descansando tres o cuatro minutos y me entraron acto seguido a la Sala donde sería el famoso coloquio – conferencia.

Una sala luminosa, una clase con calefacción y cómodos asientos para niños tan ilustres, frente a ellos y sobre una tarima una mesa de madera y una silla para mí, sin micro. A mi izquierda mi querido- y digo querido porque sin él no hubiese tenido esa experiencia inolvidable-, Prior. Al fondo, al final, a un lado, el chofer con mayor categoría personal que haya tenido nunca y al otro lado el profesor de literatura.

Parece que habían ensayado el acto el día anterior. Los niños se sabían de memoria no solo mis obras, los títulos, sino también mi propia vida. Todo funcionaba cronométricamente y Santiago Cantera leyó mi biografía literaria, solo que allí sonaba distinta, y muy sonriente antes de decir nada me permitió dar las gracias a aquel coro de niños que habiendo recorrido medio mundo había cantado con las orquestas más famosas y obtenido los premios internacionales y nacionales más difíciles de conseguir. Unos niños que compaginaban sus estudios de primaria y bachiller con los otros de música, las músicas más famosas e intrincadas de los compositores más geniales que hayan existido jamás. Con un orden y una disciplina espartana, con muchas horas de lectura encima y no mirando las pantallitas de las maquinitas casi todo el día que tanto aborrezco y que anunciaran apocalípticamente autores como Aldous Huxkey o Ray Brádbury.

Y aquellos niños tan normales, unos con gafitas y otros sin ellas, unos morenos y otros muy rubios, de cabellos claros u oscuros, rellenos o delgaditos, nerviosos o apacibles, entre los ocho y los catorce años, levantaron el brazo y la mano intentando preguntar casi todos a la vez, muy al contrario de aquellas otras audiencias que en mi vida he tenido de personas adultas tanto sencillas como cultivadas, ilustres o anónimas, que normalmente cuesta bastante que se animen a levantar el brazo una o dos personas como mucho.

Las primeras preguntas de “los niños del coro” me dejaron atónito, eran preguntas que jamás me habían hecho, irradiaban, interpelaban zonas de mi alma casi desconocidas de mí mismo. Tuve que hacer realmente un enorme esfuerzo para intentar aproximarme lo más posible a unas respuestas lógicas y dignas. Ya antes en un pasillo uno de ellos me comentó lo de la falta de ortografía de unos de mis exámenes con el profesor Velarde Fuertes que cambiarían el rumbo de mi vida.

Pero las preguntas se iban sucediendo e igual me preguntaban que qué autores famosos había conocido como que cuanto se tardaba en escribir una novela, o donde podían adquirir uno de mis libros, o qué se sentía al llegar a ser famoso.

A veces les hacía reír con alguna respuesta y les mostraba a las claras lo absurdo que es el mundo y buena parte de él. Santiago, el Prior, reía con ganas, se le veía feliz y satisfecho. También cuando afirmé que Dios nos ha puesto en la vida para pasarlo bien y para ser felices, felices con nuestra profesión, con nuestro trabajo; la vida como juego, como un juego maravilloso, creativo y trascendente, para que los demás lo pasen bien también y así vivamos todos de la forma más lógica y más fácil.

La verdad es que no se hizo largo sino todo lo contario, sobre todo cuando José Antonio levantó la mano y nos dedicó un brevísimo discurso imprescindible para comprender todo aquello, para que los niños valorasen donde estaban y como se iban formando. Y hasta el profesor de literatura hizo sus dos preguntas que yo procuré responder lo mejor que pude.

Antes de salir del aula los niños todos, se abalanzaron sobre mi como gaviotas o golondrinas, agitaban los libros y los bolis para que les pusiera más cosas, mientras el Prior intentaba refrenarles y yo sonreía.

Nada más salir de la clase vino el Refectorio enorme y un almuerzo, en el más absoluto silencio, de un cocido exquisito y variado incluida la sopa mientras un monje leía pasajes de distintos libros.

Charla final en un claustro contiguo con los monjes mayores, regalos para mi acompañante y para mi…y el padre Cantera, el Prior, que nos acompañó hasta el mismísimo coche. Esos últimos minutos quise permanecer en pie e iba caminando solo junto a mis dos acompañantes.

Pero quiero que sepas lector querido algo importante, lo que sentí al terminar de responder las cien preguntas de aquellos niños de la Escolanía. Me sentí pequeño, muy pequeño, noté que abandonaba algo muy grande, como una catedral. Al revés que me ha ocurrido siempre, sentirme igual o superior que mis interlocutores.

No, aquí me sentí muy pequeño, ellos sí eran gigantes, y al decirles adiós sentí ese otro frío tan terrible que sentimos los humanos cuando nos dejan las personas a las que siempre hemos querido.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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