Una comedia de los años 50 con cierto regusto nostálgico por el mito encumbrado a los altares de la propia hagiografía, que mueve lel culto y la esperanza.
Un diálogo en el que hay encuentros y desencuentros, ante un personaje, el hombrecito, que parece vaya a ser fagocitado por el otro, también un “hombrecito”. En el fondo dos solitarios que comparten algunas querencias, pero con matices diferenciados que parecen abrir brechas insalvables en algunos momentos.
El teatro perfila siempre a los personajes. Un cliente del boliche que interpela y el otro se deja invadir por quien en apariencia tiene más dotes de mando, pero el texto modula progresivamente la relación. Los actores sostienen ese texto con un lenguaje de gestos que resulta fundamental –a veces más que la palabra- para comprender la relación dominante o sumisa respectivamente.
Oscar Pretzel interpreta con plasticidad y logro el papel del hombrecito, si bien su físico elegante se antoja de entrada menos adecuado al personaje. Juan Rueda, de complexión más cuadrada, con bigote, se pliega bien a ese hombre interrogador, autoritario, casi un policía de la vieja escuela.
La fidelidad a un mito, el lamento por el atropello del mismo y la defensa a ultranza del propio arte da lugar a una cierta hilaridad por un personaje de apariencia débil, pero fortalecido en su veneración y empeño. Dos seres solitarios que discrepan, pero que se acercan en un encuentro progresivo, de instantes tensos.
Desconfianza y conflicto para acabar reconociendo los respectivos anhelos de estos dos “hombrecitos”, para quienes, en definitiva, la palabra acaba por unirlos y la esperanza por dinamizarlos.
Teatro del Arte - c/ San Cosme y san Damián, 3; 28014 Madrid