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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Desde el pico de Abantos

Para Patricia Clara...

miércoles 12 de abril de 2017, 08:53h
Desde el pico de Abantos

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

12ABR17 – MADRID.- Desde el pico de Abantos se divisaba una vista espléndida. Yo entonces solía subir casi todos los meses andando, con frecuencia iba solo, era muy joven y rumiaba los argumentos de los que serían mis primeras obras de teatro, “La Tienda”, ”Su nombre es Félix”, no me pesaba la soledad sino todo lo contrario, la necesitaba.

En una de aquellas subidas, caminatas que venían a durar dos horas de ascenso y cuarenta minutos de descenso, pues bajaba a ratos corriendo por el camino en zigzag entre el bosque umbrío de los pinos, me llamó la atención allá en lo profundo el esqueleto de una casa en construcción, el lugar que ocupaba era privilegiado, único, al descender se lo comenté a mi padre. Mi padre era excepcional, empresario de corazón de oro que quería a sus veintitantos empleados como si fueran sus hijos, con esa memoria y esa fuerza empresarial inagotable que en el fondo era su capacidad de amar, de amarlo todo y a todos, eso que nunca olvidaré.

Pues bien vimos la casa en construcción y elegimos mi padre y yo el segundo piso que en realidad era un tercero, y al subir por las escaleras en construcción sin barandillas y asomarnos un poco a las terrazas contemplamos por primera vez unas vistas inigualables y por lo tanto también inolvidables, se divisaba el famoso Monasterio en su totalidad a la distancia perfecta, el horizonte inmenso de Madrid con todo el altiplano por delante como en el famoso “Cinerama”, el monte de las Machotas, el Puerto del Malagón y el cerro de San Benito y Abantos. Aquella casa, una vez terminada en los materiales de construcción más nobles y duraderos, una casa que hubiese resistido un ataque nuclear la denominamos La Atalaya. El constructor, un modesto albañil venido a más no la quería vender, estaba enamorado de ella, pero mi padre le insistió mucho y pujó alto, y don Pablo de Pablos acabó por vendérsela pues sabía que a mí me encantaba. Estaba rodeada de un frondoso jardín, en el barrio de Abantos, un barrio aristocrático, y también lo compró. Y mi madre eligió a Ángel Molina, el mueblista del Teatro Real de Madrid para amueblarla, con muebles “Minviel” en los dormitorios, entonces los mejores, y una biblioteca mural en el salón, hecha a medida como yo le indiqué, donde se fueron colocando mis libros, mis libros más queridos, profundos, inefables, sublimes, donde me formé, leyendo sin parar no mirando esas pantallitas de mierda que ahora miran todos, y cuando levantaba los ojos de aquellos libros contemplaba el paisaje que jamás pude soñar.

Y fue allí donde escribí mis mejores páginas, las más hermosas, las más profundas, rodeado del cariño de mis padres y de mis hermanos, en mundo estable y seguro donde no había paro ni terroristas, donde no había miseria, en un mundo lleno de valores, entre el aroma de los pinos, de las jaras y de los tomillos, en un país que las gentes actuales no podrán ya conocer, donde por ejemplo el pollo sabía a pollo y los langostinos a langostinos. Con una clase política muy reducida, tan reducida que hoy en día parecería inexistente, pero donde ese dinero, esa masa de dinero tan enorme y con frecuencia tan inútil iba a parar a manos de los ciudadanos, unos ciudadanos llenos de ilusión y de alegría, donde el trabajo se reconocía, donde primaba la excelencia, donde vivir era mucho más fácil y a la vez más sencillo, mientras yo me ocupaba de adaptar para la Televisión a Paul Heyse, a Stefan Zweig, a Julio Verne y a Tagore, para ofrecer así a los espectadores los Premios Nobel y a los mejores escritores del siglo XX; una televisión muy bien remunerada, un mundo donde se pagaba a todos los articulistas y colaboradores de cualquier periódico por modesto que fuera, donde se valoraba al trabajador y se le pagaba de verdad, donde la gente joven no tenía que emigrar al extranjero en busca de sustento. Un país en fin maravilloso y lamentablemente destruido en buena parte por unos buitres carroñeros y por un pueblo incomprensiblemente anestesiado que lo ha estado permitiendo.

Eso es lo que recuerdo que aquella casa ya vendida, de aquel lugar, de aquel mundo, de aquella época desaparecida que no olvidada por mí, que quisiera recordarles y dejarles a ustedes lectores como mi mejor legado y mi único testamento.


(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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