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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La misericordia de Dios

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

martes 21 de marzo de 2017, 00:52h
La misericordia de Dios

21MAR17 – MADRID.- Jesús estaba rodeado de gente cuando se acercó uno de los jefes de la sinagoga llamado Jairo se echó a sus pies y le rogaba que fuera a su casa pues su única hija de doce años se estaba muriendo.

Jesús sigue apretujado y cura espontáneamente a una mujer que roza el borde su manto de un flujo de sangre permanente que ningún médico acierta a remediar. Le está hablado aún, le está diciendo, “tu fe te ha curado; vete en paz”, cuando llega un hombre de la casa y dice al jefe de la sinagoga, a Jairo, en voz baja: “Tu hija acaba de morir, Jairo, no molestes ya al maestro”. Pero Jesús, que lo ha oído, replica: “No temas, basta que tengas fe, y se curará”.

Se encaminan; al llegar a la casa solo deja entrar junto a él a Pedro, a Juan, a Santiago y a los padres de la niña.

El cuerpo de la niña yace pálido, tendido sobre la cama, entre las sábanas. Todos lloran y se lamentan por ella, pero Jesús dice; “No lloréis, porque no está muerta; está dormida”.

Todos se reían de él, porque sabían con absoluta certeza que estaba muerta.

Él entonces, acercándose al lecho, tomándola de la mano le dijo: “! Niña, despierta ¡”.

Entonces la niña, en cosa de segundos, recobrando el color y al instante se levantó.

Los padres se quedaron asombrados, hondamente impresionados, sobrecogidos, así como todos los presentes, pero Jesús en tono suave, añadió: “Dadle de comer” y dirigiéndose a los padres: “No digáis a nadie lo que habéis visto, lo que ha sucedido”.

Podéis imaginar lectores primero el dolor del padre, su hija única muy grave, con mucha fiebre, los médicos nada pueden hacer, quizá se ha gastado su fortuna. Ruega al maestro, echándose a sus pies. Nada espera ya de nadie y para remate, al poco tiempo, se le acerca un subordinado para decirle que no haga nada, que no importune a nadie, su hija acaba de morir.

Jesús con esa paciencia, con esa atención, con ese dolor que comparte siempre con quien sufre se acerca hasta la casa de Jairo y entra con los padres. Todos lloran la muerte de la niña, el texto dice que lloran por ella, pero no es cierto, lloran por ellos mismos, se dan pena a sí mismos pues como decía un escritor, Albert Camus, “los hombres mueren y no son felices”. ¿Podían acaso ser felices aquellos padres ante el cuerpo inerte de su única hija?.

Pero Cristo dice que duerme, y todos ríen, todos reímos cuanto ignoramos, o no lo creemos o pensamos que no le interesamos.

Sin embargo Jesús coge su mano, la pequeña mano de la niña, la mano posiblemente fría y con esa voz tan suya exclama autoritario: “NIÑA, DESPIERTA” y al instante ésta le obedece y se levanta. La niña le obedece porque esa voz le da la fuerza para seguir viviendo, porque la niña no es la dueña del tiempo, de su tiempo, de su tiempo vital, el dueño es Dios, es Jesús quien la toca

A los padres atónitos, a los allí presentes en ese proceso terrible de lo que llamamos conversión, no les dice nada trascendente, ni complejo, ni profundo, se limita a indicarles, “dadle de comer”.

Porque siempre o casi siempre al final de ese prodigio que es en el fondo antesala de la vida eterna, más allá de la ceguera de Camus y de todos nosotros, pobres humanos, se preocupa por todos y precisamente por el cuerpo, por el “cuerpo humano”, eso que tanto me ha dado que pensar en mis últimos años.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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