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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Aquella tarde con Iñigo

Aquella tarde con Iñigo

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

domingo 06 de mayo de 2018, 11:13h

06MAY18 – MADRID.- Acababa de sacar “Largo Retorno”, el libro, y Prensa Española, su editorial dirigida por José Luis Vázquez Dodero le había hecho publicidad selectiva comparando mi prosa con la de Thomas Mann y anunciándome repetidamente en el “ABC” de los Luca de Tena.

Aquella tarde con Iñigo

Cogí el “Mini” en Padilla, bajé por Serrano y La Castellana y al llegar a casa de mis padres, mi madre me dijo que habían llamado del “YA” y de “Prado del Rey” del programa de Íñigo.

Pero todo fue muy rápido y al día siguiente por la mañana en uno de los pasillos majestuosos del Ministerio de la Vivienda, junto a mi despacho, me entrevistaron dos periodistas del “YA”, era la dictadura tenía el rollo preparado y no fue muy costoso lo que era explicarles lo que era la hibernación o congelación criónica del cuerpo humano inyectando tactado de Ringer y a menos 196º centígrados. Aún no habían hecho la película pero aquello iba lanzado y la idea de mi madre, entrada ya la noche, de escribir sobre ese tema tomando los ejemplos Walt Disney y de Kennedy funcionaba muy bien.

Me sentía en la cresta de la ola, sin competencia, arropado por mi padre empresario, con esa fantasía tremenda e inagotable, sabía por experiencia que todo lo que tocaba se transformaba en oro.

…. Pero aquella misma mañana me estaban esperando en “Prado del Rey” y no era para entregar guiones, ni tampoco para un visionado, tampoco para abonarme los derechos suculentos, aquella misma mañana me esperaba José María Iñigo para entrevistarme en vivo y directo por la 1, en la Primera Cadena de entonces en blanco y negro, y en el Telediario de las 14,30 h, ese Telediario que veía toda España, desde el Jefe del Estado en el Palacio de El Pardo hasta el último agricultor del Plan Badajoz.

Para más inri, gente de su equipo caminando por aquellos pasillos mientras me entregaban un pequeño dossier con las preguntas que me iba a hacer, me hicieron la advertencia de que “era peligroso”, pues aparte de las cinco o seis preguntas me haría “una de clavo”, esto es, una que no venía en ningún programa. Así me encerraron en un despacho con todos los papelorios, una cosa semejante me ocurriría horas antes del estreno de “La Tienda” en el María Guerrero.

Era un mundo limpio, ordenado y transparente, pero el mundo de la censura y además un mundo con un solo partido político, el que ya sabíamos.

De pronto se abrió la puerta y dijeron “Germán, vamos; te están esperando”.

El pasillo tan largo, las puertas y el plató oscuro y levemente refrigerado, algo así como la tumba de Lenin que visitara en Moscú, años más tarde.

Al fondo distinguí una mesa y dos butacas, creo que funcionales. José María Iñigo con sus grandes mostachos me miró fijamente con su gran inteligencia. No se levantó pero me dio la mano, tres grandes cámaras se entreveían en la penumbra. Un técnico, mientras otro me daba un leve toque al simple maquillaje (pues tenía entonces muy pocos años) me murmuró algo sobre los pilotos rojos que se irían encendiendo cuando me grababan, de aquella forma yo sabía la cámara que me estaba enfocando.

En un momento dado José María Iñigo hizo un breve gesto con la cabeza, me miró entonces y la bajó un poquito; una luz roja se encendió al fondo a la derecha y oí por vez primera su voz tan conocida a mi lado, la voz grave y segura que tantas y tantas veces habíamos escuchado por la televisión.

Era la primera pregunta y contesté con toda la seguridad pero también con toda la audacia propia de la juventud, cuando te comes el mundo.

Comentó algo acerca de mi libro pero en ese tono siempre grave y relajado… Y vino la segunda, y después la tercera: proyectos, recuerdos, certidumbres. Al fin disparó la bala, esa bala de plata, y tuve dos décimas de segundo para darme cuenta y contestarla. Había más gente en la penumbra del plató, pero no los veía, los intuía, los notaba. Contesté como pude y se oyó un leve chasquido al fondo. Como algo que se cerraba. Después, una voz: “Está bien”.

Los tres monitores rojos de las cámaras se apagaron y José María Iñigo bañado por una luz lateral se puso en pie, me dio la mano sonriente y me echo la otra por encima del hombro.

-Le deseo lo mejor, Ubillos, ha estado usted muy bien.

Salí hasta la calle acompañado de Vicente Parra y de Carlos Gortari. Al montar en el “Mini”, camino de mi casa, y a través de la Casa de Campo, pensé en aquellos ojos, la voz y los mostachos, la voz tan armoniosa. Jamás llegue a intuir que nunca olvidaría aquel primer contacto con el irrepetible presentador.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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